Game StudieZzZzZ

3 enero, 2019Daniel García Raso

La verdad es que fue sin querer.

En 2010 todavía trabajaba en lo que iba a ser mi tesis doctoral en prehistoria, un proyecto académico que terminé por abandonar. En ese momento, sin embargo, me interesaba publicar cuantos más artículos mejor, en vista a engordar mi currículo académico. (Todos los que hayan querido optar a conseguir una beca predoctoral seguro que saben de lo que hablo). Por ello, y aprovechando el interés que el editor de la revista siempre había mostrado en mi trabajo, me decidí a escribir un artículo sobre la imagen de la prehistoria y la arqueología que habían transmitido los videojuegos hasta ese momento. Resultará obvio que aparecía Lara Croft, Nathan Drake y, por supuesto, los dinosaurios, cuya máxima expresión en cuanto a juegos se refiere la encontrábamos en Joe & Mac: Caveman Ninja, el popular y divertidísimo arcade de Data East.

Al final no conseguí ninguna beca, y dado que mi tesis requería una parte experimental bastante costosa, y que, además, el país disfrutaba de uno de los picos más agudos de la última crisis económica sufrida y de la que aún no nos hemos recuperado, le dije adiós a la Academia, al menos desde un punto de vista curricular. Me urgía encontrar trabajo, empresa casi tan hercúlea como conseguir una beca predoctoral.

Pero al final lo logré, y aquel artículo escrito en 2010 y publicado en 2011 se reveló como el único hilo que aún me mantenía unido a la Academia. Sin saberlo, con aquel artículo no solo había escrito un trabajo que se encuadraba dentro de la novedosa rama de estudio de los Game Studies, sino también de una —que podemos incluir dentro de esta—, aun más innovadora: Archaeogaming, que viene a ser una arqueología de y dentro de los videojuegos. Con el paso del tiempo, no dejé que mi pasión, que unía los videojuegos y la arqueología, quedase en barbecho, así que el mismo editor que me había publicado aquel artículo aceptó mi propuesta para publicar un libro sobre arqueología de los videojuegos. Ya con el libro publicado descubrí que incluso aquel artículo publicado en 2011 se incluía en las referencias de la página de Wikipedia de Archaeogaming; y juro que no fui yo el que lo incluyó.

La tarea de escribir el libro, como cualquier ensayo que se precie, me llevó a repasar los índices de las dos revistas más importantes sobre Game Studies en lengua inglesa (Game Studies y Games and Culture), así como muchas de las últimas novedades en forma de libro, tanto académico como general. Por supuesto, también tuve la necesidad y obligación de leer los trabajos de los investigadores e investigadoras más destacados del panorama nacional.

Disfruté, por supuesto.

Pero también mentiría de la peor manera posible si no dijera que, en no pocas ocasiones, me hubiera gustado pasar más tiempo jugando que leyendo o escribiendo. Y no, no hablo de un requerimiento de la investigación, que a veces tuve que hacer —por ejemplo, rejugar alguno de los juegos sobre los que hablaba en el libro—, sino de jugar por puro placer, como cuando estás estudiando o trabajando y lo único que deseas es llegar a casa, encender la consola o el ordenador y dejar que la jugabilidad se inocule en toda tu percepción y tome las riendas de todo tu interés. Cierto, podía hacerlo después de escribir, pero escribía después de trabajar, y muchas veces terminaba bastante tarde, por lo que lo único que me apetecía era tirarme en la cama o en el sofá y disfrutar de una actividad cognitivamente pasiva, como el cine o la televisión. Eso o bajarme al bar a tomarme un bourbon on the rocks.

Jugaba sí, ya sabemos que la cabra tira al monte, pero sobre todo los fines de semana, en los que dedicaba jornadas de cuatro o cinco horas viernes, sábado y domingo. Entre semana siempre me procuré tener un buen juego tipo arcade, de fácil acceso y más rápida partida, para quitarme el mono.

Después de escribir otro libro sobre videojuegos, y de estar escribiendo una novela en la que los videojuegos son el atrezo cultural y el contexto histórico, tengo más claro que el agua que, por un tiempo, no quiero escribir más sobre videojuegos. Muchos menos si el texto en sí tiene que ver con los Game Studies.

Prefiero jugarlos. De verdad. Esto no es un azote, ni pretende serlo, de la literatura (académica o no) sobre nuestro medio o género cultural favorito. Es necesaria, es interesante, es de calidad… Pero yo disfruto mucho más jugando a videojuegos que escribiendo o leyendo sobre ellos. Y los Game Studies, maldita sea su estampa, se han convertido en mi Nemésis particular. ¿Por qué? Pensadlo por un momento: al objetivar al videojuego, lo desnudan, le arrancan toda su magia, todo su encanto, toda su belleza; este se torna feo y frío, se convierte en un mero objeto de análisis que lo pone a la altura de una semilla, de un discurso político o de las estrategias de apareamiento del ornitorrinco. Lo que un día me fascinó, hoy me provoca el mayor de los desintereses y de los bostezos, por muy pertinente que sea. Me niego a que cada vez que comienzo a jugar un nuevo videojuego, deba hacerlo con una libreta y un bolígrafo preparado para tomar notas.

No puedo, es superior a mí. No sería justo conmigo mismo, con mi intrahistoria (como la de cualquiera) con los videojuegos. Porque cuando comencé a jugar a videojuegos, poco me importaba la imagen que transmitían de la arqueología o de la prehistoria, si en ellos encontraba su espacio expresivo el discurso imperialista y capitalista, si su narrativa era así o asá o si en Red Dead Redemption 2 un seguidor de Trump, como buen energúmeno, se dedica a acribillar a balazos a las sufragistas. Personalmente, he llegado a un punto en el que, por mucho que pueda alarmar, todo eso me resulta irrelevante.

Porque solo quiero jugar.

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