‘Tears of the Kingdom’, ¿el mejor videojuego de todos los tiempos?
No es fácil recibir el elogio unánime de la crítica, pero la nueva entrega de la saga Zelda ha vuelto a conseguirlo. El mundo entero parece rendirse ante las virtudes de un videojuego que, ante todo, ha sido capaz de volver a hacernos sentir niños a quienes peinamos canas. La secuela de Breath of the Wild no es más de lo mismo; es más, mucho más, y mucho mejor, que aquello que vimos y disfrutamos en aquel título que revolucionó los juegos de mundo abierto en 2017. Es más en cuanto a cantidad: Hyrule parece haberse casi triplicado en extensión. Sus escenarios pueden ahora recorrerse de forma vertical; por el suelo, de forma tradicional, pero también por el cielo y el subsuelo de estos paisajes agrestes y oníricos. Y para ello Link cuenta con nuevas habilidades, es decir, nuevas mecánicas que vuelven a poner de manifiesto el afán de Nintendo por abrir nuevos caminos, refrescar fórmulas y crear tendencia en el terreno de la jugabilidad. Por eso, Breath of the Wild: Tears of the Kingdom es más, también, en calidad.
Se dice pronto, pero el regalo que la compañía japonesa ha hecho a este medio interactivo al que tanto amamos es digno de todas las alabanzas que ha recibido y seguirá recibiendo. Las habilidades de Link nos permiten interactuar con el terreno de mil formas diferentes, tantas como nos permita nuestra propia imaginación. Las físicas están pulidas de una manera casi enfermiza, todo funciona como un reloj, no hay lugar para el error, solo cabe nuestra destreza. Las propuestas y las posibilidades de actuar con el entorno para resolver determinados entuertos son casi infinitas. “Y esa es la verdadera magia de Tears of the Kingdom: que no hay escenarios previstos. Que no hace falta aprender a jugar. Que sus reglas ya las conocemos, porque son las reglas de la realidad”, dice Enrique Alonso en un delicioso texto publicado en Eurogamer. Y no le falta razón. Salva Fernández, redactor jefe de Meristation, tampoco escatima elogios al realizar esta advertencia: «Estamos, simple y llanamente, ante el juego más grande y ambicioso de la historia de Nintendo». Y podríamos seguir sumando y sumando argumentos lanzados en los últimos días a favor de este videojuego desde la prensa especializada.
Los medios generalistas también se han hecho eco de esta propuesta. ¿Es el mejor videojuego de todos los tiempos? Jorge Morla, en El País, realiza el siguiente análisis: «Todos los juegos pueden aspirar a ser el mejor juego de la historia, por qué no. Pero ya les gustaría a los mejores juegos de la historia aspirar a ser Tears of the Kingdom. El juego que, se dice pronto, lo hace todo, lo hace todo fácil, y lo hace todo bien». Tal vez, como apunta Elena Crimental de una manera metafórica –o no– en eldiario.es, el cielo sea el único límite para un videojuego que apuesta por la creatividad infinita, esa misma que lleva días despertando mi asombro cada vez que tengo el mando de control de la Switch entre las manos y resuelvo los enigmas que esconde cualquier santuario, descubro a algún kolog escondido entre las piedras o construyo un vehículo para alcanzar la cima de alguna montaña, por mucho que la lejanía o su altura se empeñen en impedírmelo.
Todo cuanto acontece en la pantalla sabe a aventura. Tal vez por eso mi casa se ha convertido en estos días en un nido de entusiasmo que se respira a cada instante. En estos momentos, mientras escribo estas líneas, con la puerta de la habitación entreabierta, escucho el murmullo de sorpresa de mi hijo Mateo que llega desde el salón, donde suena, tímida pero certera, esa breve melodía de piano que nos acompaña cada vez que solucionamos alguno de los puzles del juego. Una melodía suave y evocadora, tan sutil como la banda sonora que ameniza nuestra aventura a través de Hyrule. A buen seguro dentro de un rato compartirá conmigo sus impresiones, sus inquietudes, sus logros, sus dudas… Me cederá el turno para jugar y comprobará que su aventura y la mía discurren por caminos diferentes, pero siempre bajo el abrigo de un entusiasmo compartido: el de un niño que es capaz de dar rienda suelta a su imaginación y su ingenio, y el de un padre que ha vuelto a sentirse como un niño, deseoso de compartir sus hazañas con quien también comparte un mando de control. Y eso ya es decir mucho sobre un videojuego.