‘Sonic 2: La película’ y la mercadotecnia: Todo es un negocio, y una secuela más aún

5 julio, 2022Isidoro Abad Abenza

Era la idílica década de los ’10, corría el año 2018 y, sin saberlo, vivíamos el mejor y el peor de los tiempos simultáneamente. Donald Trump había sido recientemente elegido presidente de los Estados Unidos y en España llorábamos con amargura la pérdida del mejor cómico de todos los tiempos, M. Rajoy. Eran tiempos más sencillos donde no pensábamos que una guerra en Europa fuese posible y que las pandemias mundiales eran solo cosa de la ficción.

Mientras la actualidad informativa nos sumergía en un torbellino de «movidas loquísimas», Paramount nos enseñaba lo que habitaba en el fondo del abismo, un tráiler de Sonic: La película donde el famoso erizo azul se veía, a todas luces, del material con el que se forjan las pesadillas. Su aspecto humanoide, y su cara también con una apariencia realista, hacía que el valle de las dudas se convirtiese en el abismo de lo inquietante. Los memes y los montajes se sucedieron, Sonic se convirtió en un chiste, y Twitter, la red social que más disfruta con los linchamientos públicos, hacía leña del árbol caído.

El control de daños del equipo de comunicación de la película fue inmejorable ante la tormenta de mierda que les estaba cayendo, remando siempre a favor y agradeciendo el feedback que los amables tuiteros expresaban sobre el tráiler. Tal fue así que, no sabemos si gracias a meses de crunch a los que fueron sometidos los animadores, un segundo tráiler nos mostraba una imagen de Sonic más en consonancia con el recuerdo que los millenials teníamos del personaje y, por qué no decirlo, un Sonic más parecido a Detective Pikachu que no a un horror lovecraftiano.

Recuerdo salir de ver la película y pensar que era una peli simpática, una road movie sencillita para devolverle la vida a un personaje que pertenecía más a la cultura underground de internet, reinventado una y mil veces cada vez de una forma más macabra, retorcida e hilarante, que a la cultura mainstream. En la peli salían Sonic, salía Robotnik —maravillosamente interpretado y caracterizado por Jim Carrey—, salían las máquinas, se hacían los birlibirloques con las anillas y la peli acababa. Una peli perfecta para ir a ver con tus hijos, sobrinos, primos pequeños, o ir tú solo a verla sin necesitar de un niño como excusa y resultar increíblemente sospechoso al ser un hombre adulto rondando la treintena rodeado de niños pequeños. Es, en definitiva, una película como solían ser las de animación de la década de los 90, un entretenimiento familiar amable, que no busca molestar ni disturbar, simplemente un trabajo bien hecho.

Ah, pero no contábamos con que los productores de cine odian el riesgo y esta peli, después de toda la polémica, después de la reelaboración del personaje, había generado beneficios. Había costado alrededor de 100 millones de dólares producirla y había generado unos 300 millones. Según cuenta la leyenda, los productores son capaces de oler el dinero incluso antes de que los consumidores lleguen a ganarlo. Así pues, una secuela de Sonic: La película estaba en marcha: Sonic: La película; dos.

Con las bases del personaje principal y del antagonista asentadas, llegaba el momento de ampliar el horizonte de lo posible. En Sonic 2: La película encontramos un despliegue total del lore construido tanto por los videojuegos como por la serie de animación, tanto de personajes como de recursos narrativos. A Sonic se le unen tanto Knuckles como Tails, otros personajes icónicos de la franquicia cuyas voces pertenecen a Idris Elba y a Colleen O’Shaughnessey —una de las pocas actrices profesional de doblaje en toda la película—. La trama gira en torno a conseguir la esmeralda del caos que otorga un poder ilimitado y a la enemistad entre Knuckles y Sonic —de la que se aprovecha Robotnik para vengarse de Sonic y conseguir sus propósitos—. La mayor parte del tiempo tenemos una película amable, simpática, entretenida, que tiene algo de desarrollo de personajes y el CGI está bien integrado y no desentona en la mayoría de ocasiones. La película se deja ver. Es una buena peliculita. Sin embargo, en el proceso de creación de una peli infantil siempre hay otros intereses. Los estudios de Hollywood no buscan ofrecer un entretenimiento sencillo a cambio de un valor monetario simbólico. Los productores y los ejecutivos de marketing hacen su aparición con gráficas señalando quiebros y altibajos, con presentaciones de PowerPoint con palabras de reciente cuño como «engagement», «tik tok», o «transmedia»; hablan del mercado chino y probablemente se masturben pensando en los bonus que les pagarán si esa película la ve un 1% de población de ese país. Es por ello por lo que la película está plagada de cosas con las que generar dicho «engagement» a los más jóvenes: muletillas, poses fáciles de imitar, nuevos personajes de los que hacer juguetes, una secuencia entera que es un número de baile que pueda ser copiado y recopiado en TikTok etc. Nuestro amado erizo azul ha pasado de ser un amable recuerdo de nuestra infancia a un engendro moldeado por la mercadotecnia, una máquina aspiradora del dinero de los bolsillos de los padres y un buen puñado de metadatos exquisitos para vender a otras empresas de marketing.

Pero ¿acaso no fue Sonic desde el principio un producto de marketing? Los años 90 fue una década alocada de reestructuración en el mundo del videojuego —he perdido cuantas reestructuraciones ha habido en la industria del videojuego—, en la que, precisamente, en el año 91, apareció nuestro querido puercoespín azul para que Sega pudiera competir contra el todopoderoso Super Mario, el cual de la mano de Nintendo dominaba con un guante rojo de suave hierro la industria. Fue creado con una única misión: para que los padres fueran extorsionados hasta la náusea por parte de los niños, niñas y niñes. Sonic, al igual que el Terminator, que los Uruk-hai, que los centinelas anti X-Men, hace lo que mejor se le da, hace aquello para lo que fue diseñado, para lo que fue concebido, para lo que fue creado. Sonic es la brillante luz en medio de la infinita oscuridad de la fosa de las Marianas con la que los ejecutivos, ávidos de carne fresca, esperan -casi ansían, anhelan- la llegada de los incautos consumidores que, cuando quieran darse cuenta de dónde se han metido, ya estarán siendo masticados por la insaciable industria del entretenimiento infantil.

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