El misterioso encanto de Freddy Krueger
Frederick Charles Krueger (Freddy para los amigos) es, sin duda alguna, un icono de la historia del celuloide. Este villano lascivo, irónico e inquietante a partes iguales, y al que nunca podemos disociar de su arma de guerra —ese inolvidable guante con cuchillas bien afiladas— ni de su dañino inmiscuir en los sueños de los adolescentes de Elm Street —y de Estados Unidos y el mundo entero—, reúne unas características que hacen que su ficticia existencia sea merecedora de concretas reflexiones.
Todo amante del cine de terror que se precie sabe que Freddy Krueger cae simpático: asusta, sí, pero una de sus mayores virtudes, que además le dota de una potente idiosincrasia, es que la gente le adora, bien portando camisetas con su imagen, bien colgando pósteres en las paredes de su habitación o bien comprando sus muñecos u otro tipo de mercadería. Su cara desfigurada por el fuego amedrenta como pocas, pero su humor negro provoca por igual una carcajada incontenible; el violento y homicida acoso onírico al que somete a sus víctimas acongoja, pero su sombrero y su jersey son ya parte del imaginario posmoderno. En fin, nadie que aprecie algo su vida se quedaría a solas con este individuo, pero cuando ejerce su papel en la ficción a veces hasta nos produce pena que muera.
Sin embargo, la celebridad de Freddy trasciende el fetichismo y la idolatría del apasionado del cine de terror y es habitual que muchas personas citen a Pesadilla en Elm Street (y toda la franquicia) como una de sus películas favoritas de terror, y a Freddy como un personaje ciertamente inolvidable y que, además, mola.
No pretendo preocupar a nadie, ya que yo mismo habría de ser el primero en preguntarse «¿por qué?», pero no deja de sorprender que un villano, asesino y torturador de adolescentes, se transforme en un individuo con indulgente reconocimiento social. Hay muchos otros villanos del cine de terror que han pasado también a formar parte de la iconografía popular contemporánea, como Jason Voorhees, Michael Myers, Frankenstein, los xenomorfos, Jack Torrance, zombis de todas latitudes, demonios katnarianos y un largo etcétera. En algunos casos por razones obvias, ya que se trata de personajes que actúan con maldad en acuerdo a una afrenta moral y humana anterior, y en otros simplemente por su innata capacidad para atemorizarnos.
No obstante, el caso de Freddy reviste un carácter especial, ya que es anormalmente celebérrimo. Aunque La cosa de John Carpenter sea una de las mejores películas de terror que existan, si se pregunta por la calle a cualquier persona no sabrá de qué le hablas si se la nombras, pero reconocerá instantáneamente a Freddy Krueger en cuanto oiga su nombre; el panadero de tu barrio nada te podrá decir sobre Candyman o los 2001 maníacos, pero sí estará al tanto de las andanzas del calderero de la central eléctrica de Elm Street —o bedel de la guardería en la versión de 2010—.
La incógnita ante dicha popularidad es más quisquillosa cuando recordamos un hecho muchas veces olvidado: Freddy era un asesino de niños, y probablemente un pederasta. Así que llevamos camisetas de un hombre del saco, colgamos pósteres en nuestras habitaciones de un torturador de infantes y compramos muñecos de alguien que se excita sexualmente con un sonajero. Además, la idolatría la vertimos también hacia alguien que tiene la capacidad no solo de aparecerse dentro de los sueños, sino también de poder actuar con total libertad física para rajarnos, acuchillarnos, comernos, ahogarnos o cortarnos como una pizza en la que previamente nos ha añadido como una aceituna, convirtiendo así el sueño en pesadilla.
La respuesta a la interrogante no es sencilla, pero esté tal vez relacionada con una pasajera afección a pulsiones primitivas ocultas de manera subrepticia en el fondo de nuestra, más que nunca, conciencia humana: amar lo que tememos, temer lo que amamos. Bueno, con eso, y con la tendencia a elevar al trono de la popularidad a todo aquello que rezume muerte, salvajismo y excentricidad que tiene nuestra época; o también, simplemente, por pura mercadotecnia.
Sea como fuere, Freddy cae bien; nos hace tanto reír como gritar, tanto provoca un gesto de disgusto como una sonrisa tímida, mata a la vez que libera…: nos desprecia y le queremos; destripa a los más pequeños y nos compramos su sombrero; nos abre en canal y le ofrecemos un intestino a modo de tapa. Lo que tiene que preocupar no es Freddy, no os engañéis, sino nosotros mismos… ¡Aunque tampoco es para tanto!