FAR: Lone Sails y el valor de la paciencia

23 octubre, 2018Mariela González Álvarez

Existe un consenso en nuestro tiempo histórico, independientemente del entorno cultural o sistema de creencias: nuestra civilización está condenada al fracaso más absoluto. El Apocalipsis ha dejado de ser ese castigo que solo podíamos contemplar desde el temor reverencial para convertirse en unos perpetuos cinco minutos de reloj. Nos lo creemos, sí, aunque no parece haber modo de frenarlo. Como si de un libro de Elige tu propia aventura se tratase, los caminos hacia el desastre no dejan de ramificarse. Y quizás lo único que podemos hacer es enfrentarnos del modo en que sabemos, como seres humanos: a través del arte y la cultura. Aceptándolo y tratando de dibujar un oasis de esperanza que mitigue un poco la ansiedad de saber que todo es una caída en picado, incluso aunque no lleguemos a ver el fondo en los años que nos resten de vida.

Así que, mal que le pese a quienes se quejan de ello, no parece que los escenarios apocalípticos vayan a perder vigencia. Es difícil que «pasen de moda», como difícil es que nuestra angustia existencial deje de morderse la cola. Y con el final del mundo conocido llega, cómo no, la fábula del post-apocalipsis: la promesa de un nuevo comienzo, una especie de oportunidad extra en la que se nos coloca como supervivientes y se nos confía la posibilidad de redimir el desastre, a mayor o menor escala. Ya sea huyendo hacia adelante, para escapar de las manos ávidas de muertos vivientes, o intentando hacer nuestra una tierra yerma. Casi siempre nos encontramos un mensaje que permea de algún modo la historia. Que se nos presenta claro y diáfano, como moraleja, o se esconde a retazos aquí y allá: debemos cuidar los unos de los otros. Encontrarnos y darnos la mano para renacer. La soledad no es deseable en un contexto así; en más de una ocasión se castiga a quienes la buscan deliberadamente.

El post-apocalipsis y el aislamiento terminan por conformar un cóctel amargo. Por eso resulta tan diferente la atmósfera que consigue FAR: Lone Sails, del estudio sueco Okomotive. Estamos ante un juego que nos habla desde la inmensidad de la ausencia, que nos explica una civilización borrada de la superficie a través de sus tonos apagados. No hay espacio para el detalle ni para explicar nada de modo concreto, y no es necesario. El mundo que conocíamos ha terminado y muy probablemente haya sido por culpa nuestra. ¿Qué importa el motivo? Tal vez hayamos exprimido los recursos del planeta hasta que este ha decidido abrir sus fauces para gritar «basta». Quizás la tecnología nos ha reventado en las manos. Es cierto que el libro de arte, que podemos adquirir como DLC, nos da algunas pistas y nos revela parte del misterio, dejando claro que hay un interesante trabajo de worldbuilding detrás. Sin embargo, Okomotive no cae en el error de convertir el pasado en un puzle a desentrañar, imprescindible para disfrutar de la experiencia. El escenario nos dará información para saciar en parte nuestra curiosidad, pero son el aquí y el ahora los que realmente importan.

Ahí estamos nosotros, completamente solos, y todavía tenemos esperanza. Por ello, emprendemos un viaje en dirección a ninguna parte, siempre persiguiendo el horizonte, manejando un extraño vehículo con una sola rueda y una vela. En apariencia, no reposa en nosotros la responsabilidad de restaurar el mundo. No debemos sobrevivir por los demás. La soledad no se castiga ni se presenta como un error, sino como la única perspectiva posible. La mayor parte de las críticas y reseñas del juego coinciden en señalar su carácter «relajante», y no se equivocan; lo realmente meritorio es que consiga este efecto sin negar ni edulcorar la realidad del paisaje post-apocalíptico, la crudeza que transmiten los despojos que dejamos a nuestro paso. La nostalgia sustituye a la angustia, evitando que sintamos la culpa inherente a nuestra condición de seres humanos ante el desastre. Se diferencia en esto de los walking simulator que aprovechan nuestra soledad para reforzar la sensación de pérdida o desesperanza (con contadas excepciones, como Tacoma). FAR: Lone Sails nos permite disfrutar del aislamiento sin remordimientos, recrearnos en la contemplación gracias a su preciosismo estético. En este punto, el juego resulta notable, una colección de acuarelas en movimiento; no en vano, se trató del proyecto de fin de grado de Bellas Artes de su programador principal, Don Schmocker, para la Universidad de Zurich.

En una entrevista concedida a Gamasutra, Schmocker cita como influencia estética fundamental a Theo Jansen y sus Strandbeest: esculturas móviles que nos recuerdan a gigantescos animales, artrópodos en su mayoría, que caminan por playas solitarias. Aquí es cuando debemos hablar de nuestro coprotagonista y confesar que no hemos sido del todo fieles a la verdad en los anteriores párrafos. No estamos solos, realmente, en FAR: Lone Sails. Puede que no haya rastros de seres humanos a nuestro alrededor, pero sí que contamos con un compañero que nos conforta. Una vez conocemos la referencia de Schmocker, nos damos cuenta de que no podía resultarnos más acertada. La nave en la que viajamos es, sin duda, una de esas bestias gigantes de Jansen; una criatura que puede que se mueva gracias a nosotros y el combustible que recogemos, pero que vive por sí misma. No es casualidad que comparta con nuestro protagonista el uso de los tonos rojos, que señalan el carácter orgánico, la presencia de vida, en oposición a los grises predominantes en los escenarios.

El libro de arte nos dice que la nave se llama Okomotive, igual que el estudio. En su interior encontramos un espacio seguro, un microcosmos (se advierte, por ejemplo, en el espacio que hace las veces de nuestra habitación). En una mecánica similar a la de Faster Than Light, tendremos que ocuparnos de las diferentes secciones del vehículo, manipulando válvulas y pistones y tratando de evitar catástrofes. Un mal golpe, una caída o una repentina tormenta eléctrica pueden provocar incendios y estropear su maquinaria. También podemos saturar su motor si no liberamos vapor con frecuencia o quemamos combustible inadecuado. Pese a todo, pronto nos damos cuenta de que no somos pilotos, sino cuidadores. Una de las pocas pistas que nos dan los desarrolladores sobre el escenario de la historia es que se trata de «un lecho marino seco»; si esto es cierto, no cabe duda de que nuestra nave es un leviatán. Somos un Jonás que debe cuidar de la ballena que le protege. Los residuos con que la alimentamos son el equivalente al plancton en este nuevo orden del mundo. Los parecidos con el ecosistema marino son una constante, si miramos bien: en nuestro camino cruzaremos algún que otro fondo abisal y nos toparemos con otras bestias de tamaño impresionante. Porque, no lo olvidemos, siempre habrá un pez mayor que nosotros.

El concepto de nave sentiente no es nuevo en el arte. Cobra una especial relevancia en el terreno de la ciencia ficción, donde a menudo se utiliza como recurso para evitar que el protagonista se enfrente solo al abismo de su propia mente. La nave, o la inteligencia artificial en el corazón de esta, se sitúa como interlocutora, plantea los interrogantes morales o se convierte en espejo que permite advertir las contradicciones. No es tan habitual, sin embargo, encontrarnos el carácter orgánico que tiene la nave de FAR: Lone Sails. Es difícil pensar en ella como máquina cuando ya llevamos un buen trecho recorrido y hemos aprendido a entenderla. La piel metálica se transmuta en escamas; percibimos el esfuerzo de avanzar contra los elementos no tanto como una respuesta mecánica, sino como una muestra de su propia voluntad. Hemos de estar en permanente vigilancia de sus «constantes vitales», pero también debemos escucharla, respetarla y comprender cuándo es mejor dejarla a su libre albedrío. En ocasiones, para ahorrar recursos, la mejor manera de avanzar será desplegar su vela y permitir que el viento nos impulse. Aunque eso suponga ralentizarnos. Quizás tardemos más en llegar a ese destino incognoscible, pero hemos de hacer el esfuerzo de cerrar los ojos y escuchar la marea. Algo poco habitual en los tiempos que corren en el mundo del videojuego. Lo normal es que se nos inste a estar siempre atentos, observando, interviniendo. A «no perder agencia» como jugadores ni un instante. Faster Than Light nos enseñó que detenernos un instante podía ser nuestra perdición; el universo no nos ofrecería misericordia. FAR: Lone Sails, en cambio, es una oda a la comunión entre máquina y naturaleza, pero también un canto al valor de la paciencia. Al slow life, si nos atrevemos a verlo así.

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