Buscando la magia de la inspiración

14 junio, 2019Raúl Rubio

Crecí en un pueblo en el que una de las principales industrias era una fábrica de Sanyo, y todos los niños tenían juguetes exóticos increíblemente chulos; donde en los cuartos de estar había maquinitas con fontaneros bigotudos saltando sobre tortugas; donde en la tele emitían sin complejos Dr. Slump, Dragon Ball, Saint Seiya, Ranma ½, Campeones, Maison Ikkoku o La aldea del arce, y coproducciones inolvidables como Willy Fogg, Sherlock Holmes, Banner y Flappy, Érase una vez… el hombre, D’Artacán, Ulises 31 o Ruy, el pequeño Cid; donde encontrabas gruesos tomos de Akira en kioscos ―y nadie se metía contigo por confesar que no entendías el final―; donde abuelas hablaban de Candy Candy como si fuese un culebrón más; donde padres y madres usaban coletillas de Mazinger Z, Comando G, Jackie y Nuca, Heidi, La abeja Maya, Marco o Doraemon sin que nadie arquease una ceja; donde a los niños les enchufaban Chicho Terremoto o El duende mágico y tan contentos…

Si todo eso te suena, sabes que eres de una generación que ha vivido, absorbido y asimilado conceptos que apenas unos años antes o después serían alienígenas. Y eso solo es un pálido reflejo de lo que es la vida en Japón.

Empecé a trastear con la creación de videojuegos en 1983. La principal influencia era ―y fue durante mucho tiempo― japonesa. De niños apenas éramos conscientes: Konami en el dormitorio con su dominio sobre el MSX. SEGA, Namco, Capcom, Taito, Tecmo en bares y salones recreativos. Nintendo en el bolsillo, gracias a sus Game & Watch, y ya apuntaba al salón gracias al vicio a dos jugadores del Mario Bros. ―aún quedarían un par de años para la revolución de Super Mario Bros.―.

Supongo que por eso mi primer fallido intento de «juego» fue una ensalada de píxeles en el que un «camello» evitaba «cocos» lanzados por «monos invisibles» desde unas «palmeras». Y creo que he gastado todas las comillas en este párrafo.

Supongo que por eso el mantra de Tequila Works es crear con gusto, siempre buscando la belleza y la locura. Todo lo que hacemos, desde los «Chupitos de Tequila» hasta RiME, pasando por Deadlight, The Sexy Brutale o The Invisible Hours, trata de responder esa pregunta. Allá donde sea, observamos el mundo a través de ese filtro.

Japón es uno de los lugares más bellos y locos que puedas encontrar. Poder conversar con las mentes creadoras que pasan sus vidas expuestas a ello es la forma más rápida de asimilar tanta belleza y tanta locura sin tener que dominar el idioma o ir para allá de excursión como mi paisano Francisco Javier.

Y sin embargo, la primera vez que visité Japón, no quería ir. Resulta extraño, pero nunca me planteé siquiera la posibilidad de desplazarme físicamente hasta allí. Nunca me he considerado un otaku, ni idealizaba la sociedad japonesa ni ardía en deseos de peregrinar al Museo Tezuka o Nintendo EPD en Kioto. Igual que ganarme la vida haciendo juegos, lo veía como algo lejano e inalcanzable, una quimera.

Pero lo primero ocurrió casi de casualidad, en una feliz coincidencia. Lo segundo sería consecuencia de un amargo desenlace.

Tras seis años de creer tener las cosas claras, la vida me dio una hostia de las que espabilas y aprendes o te deja tullido para los restos. En 2008 me encontré con la dolorosa decisión de abandonar MercurySteam, la compañía que había ayudado a fundar. Durante meses quedé sumido en una profunda depresión. Desarrollé un insomnio que me impedía dormir por las noches. Una travesía por el desierto sin fin, perdido en una nebulosa en la que nada tenía sentido. No podía superar el trance.

Mi mujer pasó de preocuparse por mi bienestar a temer en serio por mi salud. Ella cree que la mejor forma de entender un problema pasa por ver las cosas desde otro punto de vista, alejándose físicamente del mismo. Y eso hicimos, mudándonos a Valencia.

Pero en este caso, la emoción era demasiado grande y la distancia muy corta. Había que tomar medidas drásticas. Así que durante un mes hicimos un curso exprés de ochenta horas de japonés básico, nos montamos en un avión y deambulamos por todo Honshū durante treinta días. Fue una experiencia reveladora y terapéutica.

No solo me curé del insomnio al instante ante semejante desajuste horario; se me quitó la tontería de encima adquiriendo perspectiva. Muchas cosas ocurrieron durante aquel viaje; todas rauladas en toda regla, y algunas de una naturaleza ordinariamente extraordinaria. Muchas implicaron perderse, salir de la burbuja, quedar expuesto, sacarse las castañas y, con mucho respeto, darle la vuelta a las cosas.

Japón es, sin duda, especial. La intensidad de sus colores, los bosques y jardines tan cuidados, el brusco contraste entre tradición y vanguardia… Y también la inhumana presión social que obliga a todo el mundo a actuar con una careta de educación para no destacar sobre los demás. Pero al mismo tiempo, las personas tras esas máscaras sociales son tan únicas, disparatadas y cercanas… Un tapiz de realidad con tantos matices y contrastes como la más fina gastronomía o delicada obra de arte.

Solemos visualizar Japón como algo lejano, exótico, fascinante. Fantaseamos con una sociedad pulcra y ordenada de otro planeta. Donde puedes dejarte olvidada la cartera en el metro y te la devuelven sin más, compañeros de trabajo se juntan para cantar karaoke (en salones privados) tras las preceptivas birras con el jefe, oficinistas leen manga en el metro, y la gente cae dormida espontáneamente en cualquier lado.

Todo el mundo tiene un lugar mágico en Japón. Para Kevin Sardà es la pátina de antaño de Tsumago. Para Luz Sancho cualquier sitio en Tokio a la hora mágica en la que todo es posible ―particularmente, el santuario de Kanda en Chiyoda, al que sin pretenderlo acaba regresando de una forma u otra―. Para mí es Arashiyama al caer la noche, cuando los visitantes se marchan, las luces se apagan y el bosque habla.

Puedes estar discutiendo sobre geopolítica con un poeta vagabundo que regala dibujos en Yoyogi. O sobre hanafuda y la importación de oporto con un ciclista en Gion, que decide acompañarte hasta la primera sede de Nintendo. O esquivar proyectiles de macaco en un campo de béisbol en medio de un bosque de bambú en Arashiyama, porque te has perdido en una noche sin luna y encontraste una solitaria estación de tren sin vías, en la que un viejo muy parco en palabras te dice que no hay trenes, mientras un grupo de colegialas montan riendo en el cajón de una camioneta y un desconocido te pide permiso para llevarte de vuelta a la civilización en su vehículo.

Lo cierto es que todos los lugares, en cualquier parte del mundo, son mágicos y especiales si se sabe dónde mirar. Para los forasteros es fácil distinguir patrones y tendencias porque la perspectiva es diferente. Para quien ha crecido ahí, ocurre al revés: lo extraordinario se torna ordinario y se asimila como algo cotidiano y anodino.

Salirse del bucle es lo que le da ese brillo especial. Tantos contrastes, matices, tonos… Es fácil perderse en los detalles, cuando el lienzo es tan complejo que abruma con su aparente sencillez. Es demasiado fácil asumir que todo surge de forma natural, como por encanto. Esa elegancia, armonía y equilibrio es fruto de un esfuerzo constante, de una iteración continua, de una dedicación inquebrantable.

Detrás de ese mito hay una realidad construida por personas. Seres de carne y hueso. Gente con sus problemas, retos y quehaceres. Lejos de desvirtuar la leyenda, la cercanía y humanización son más eficaces que cualquier idealización de ídolos y genios.

En 2017, ya como director de RiME, me encontraba en Barcelona recibiendo el reconocimiento del mismo para el estudio. Por la noche daban una fiesta en el ático y, tímido como soy, llegué tarde e hice lo posible por escabullirme tras bandejas de canapés, chistes malos y una máscara de sonrisa contenida.

Mientras gritaba en silencio, entretenía y escuchaba a las buenas gentes que venían a elogiar nuestro humilde juego. Es lo menos que podía hacer por el equipo de vuelta en Tequila Works, después de mandarme a recoger un premio. Eso y tratar de poner rostro a las obras y personajes allí presentes. No creo en ídolos, sino en el trabajo, y la mayoría de las veces en nuestra industria, ese esfuerzo no tiene rasgos reconocibles.

En un momento dado, alguien oteó a Fumito Ueda, nada menos. Divertidos, el resto de invitados con los que conversaba sugirieron que me acercase y le preguntase por RiME. Mi respuesta sincera fue «probablemente nunca haya oído hablar de él». En cierto modo, quería decir lo mucho que significaba Fumito Ueda para la esencia misma de Tequila Works y el profundo respeto que me infunde. Pero mi timidez ante semejante choque de realidad solo permitió esa respuesta seca y cortante. «Mejor dejarlo solo, no creo que quiera que lo molesten», pensé, poniéndome en su lugar.

Por fortuna, y ayudado por Luis García Navarro como ángel de la guarda, que me llevó literalmente de la mano y ayudó a romper el hielo, acabé cara a cara con el maestro. Conocía su trabajo, su filosofía de diseño, su estilo de arte… pero no al ser humano.

Sobra decir que Fumito Ueda es muy amable, educado y discreto. Y aunque posiblemente me superase en timidez, se notaban las tablas a la hora de atender a fans y discípulos. De repente, ambos nos encontramos hablando como si nada del porqué del nombre «Tequila Works», la sorpresa de ser un estudio afincado en Madrid y no en Ciudad de México, su pasión por España, sus mitos y leyendas, gastronomía…

Fumito Ueda conocía RiME, lo había terminado y apreciaba su sensibilidad. Se sentía halagado. Y tenía preguntas. Hablamos sobre animación, música y la visión artística. En nada estábamos compartiendo los mismos problemas, las mismas dudas, curiosidades e inquietudes. Sobrepuesto del shock inicial de estar frente al responsable de Ico, Shadow of the Colossus o The Last Guardian, y ya con los pies en el suelo, se me ocurrió teorizar sobre cómo todos recurren a elementos de por sí incompletos, frágiles y dependientes de su otra mitad ―Ico y Yorda, Wander y Agro, Trico y el chico― para ser más que la suma de sus partes. Fumito respondió algo así como «bueno, si tú lo crees…». Aprendí mucho aquella noche. No solo sobre arte, diseño y tecnología; sino humildad, calidad humana y empatía.

Cada persona que encontramos en nuestro camino nos deja una marca, para bien o para mal. Me alegra decir que tengo el privilegio de conocer gente como Akira Yamaoka, Goichi Suda, Fumito Ueda, Koji Igarashi, Atsushi Inaba, Kenichi Sato o Hideki Kamiya, quienes han dejado en mí un poso enorme con su humanidad, talante y sabiduría.

Por eso, las entrevistas que sostienes entre tus manos reflejan seres humanos que se enfrentaron a los mismos problemas contra los que tú quizás tengas que bregar en el futuro. La sutil diferencia es que las soluciones a los mismos son consecuencia de esa cultura única, de las presiones sociales, de la familia, de la gastronomía, de los colores, olores y sabores, de la interacción con otros y la filosofía de vida que surge de esa combinación. Y eso supone un mundo de diferencia del que aprender.

Luis García Navarro lleva ya casi tres lustros en Japón. Años de dedicación, cariño y adaptación cultural dentro del mundo de los videojuegos en el país que los hizo grandes. Recuerdo que, en nuestro último viaje a Tokio, paseamos desde Akagi-Motomachi a Kagurazaka. Bajo una lluvia torrencial, y ataviado con un cuco chubasquero de Mega Drive, conocimiento enciclopédico y su ánimo contagioso, Luis hizo de guía al tiempo que charlamos de lo humano y lo divino.

Tras años de innumerables aventuras en tierras niponas, la perspectiva de Luis es fascinante. Llena de pasión e ilusión, atenta a los detalles y matices en el gran mosaico. Exactamente lo que extrae de los ilustres con los que dialoga en los siguientes capítulos, que nacieron y crecieron en todo el meollo, y fueron más allá.

Y es que los creadores aquí entrevistados salieron y buscaron la magia que los inspirase. Trabajaron duro y con esfuerzo, fallaron y siguieron intentándolo. La verdad es una cuestión de perspectiva. Tan solo hay que saber buscar y perseverar. La lección de todo esto es que las personas en este libro no son dioses ni tienen la respuesta para todo. Son creadores, que con gran esfuerzo y dedicación construyeron en equipo experiencias únicas para disfrute de todos.

Este libro es una ventana a esa forma de pensar, actuar, crear. Un útil índice a las mentes de desarrolladores legendarios, sus inspiraciones, inquietudes y anhelos. Asomarse a la misma te permitirá aprender de las personas detrás de estas creaciones. Te ayudará a comprender mejor las mismas, los pilares sobre los que se asientan, su porqué. Y entendiendo el porqué podrás sacar lo mejor de ti mismo; aplicar esa sabiduría cuando es útil y evitar que quede en mera profecía, cuyo consejo solo es útil cuando es demasiado tarde. Y quién sabe si algún día tú tengas que responder con diplomacia a los desvaríos de alguien al que tu trabajo inspiró.

Un consejo: piérdete. Piérdete entre sus gentes y su buena educación. Piérdete en sus parajes, en los venerables templos, frondosos bosques, estrechas callejuelas, diminutas tascas, oscuros salones recreativos, acogedores hogares. Piérdete en sus costumbres. Piérdete en su cultura y su gastronomía. Piérdete en las páginas de este libro. Y después, desde el respeto, déjate llevar por la belleza y la locura que encontrarás en cada frase, cada rincón, cada arruga, cada gesto y cada sonrisa.

*Prólogo escrito por Raúl Rubio, presidente de Tequila Works. Extraído del libro Sensei 2: Diálogos con maestros del videojuego japonés, de Luis García Navarro, disponible en tiendas y en heroesdepapel.es*

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