Andy Warhol y Commodore: The state of the art

28 octubre, 2020Jonatan Jiménez

Nueva York, mediados de los 80. El consagrado artista Andy Warhol se mostraba en su estudio ante un puñado de periodistas, productores, representantes y marchantes de arte. Menudo, parco en palabras, calzado con zapatillas deportivas y vestido de un negro integral que hacía destacar su albina y revuelta cabellera y sus brillantes gafas rosadas de pasta. En conjunto, transmitía una mezcolanza de sobriedad, de matices juveniles y de rebeldía a pesar de su edad madura. Tras un intercambio de breves saludos, el grupo disfrutó de algunas viandas regadas con vino y conversaciones cruzadas en las que no intervenía el creador, aunque se hallase entre ellos. Warhol seguía mostrándose distante y minimalista en sus intervenciones, haciendo dudar a los presentes de hasta qué punto le agradaba su presencia allí o inquietándolos acerca del resultado de sus inminentes tratos con el polifacético artista.

Warhol se hallaba en la cima de su popularidad, con un aura que, a pesar de ser polémica, lo hacía casi intocable tras haber revolucionado diferentes medios durante décadas. Considerado uno de los padres del pop-art, había sabido lidiar con la crítica, ganarse a los medios y moverse con fluidez entre los diferentes estratos sociales que conformaban la enmarañada colectividad norteamericana de los 80.

Warhol había dignificado con sus serigrafías en los 60 un procedimiento de reproducción que no se consideraba arte, regalando al mundo la icónica imagen del Díptico de Marilyn poco tiempo después del fallecimiento de la famosa actriz. El Warhol de los 80 se adaptaba de nuevo a los tiempos, fusionaba sus ideas con el vídeo y los medios televisivos con su show de reciente creación Andy Warhol’s Fifteen Minutes emitido en la MTV, que jugueteaba con su frase premonitoria sobre los «quince minutos de fama» que todos tendríamos en un futuro próximo. Además, hacía apenas unos meses había vuelto a dignificar otro medio que se consideraba lo más alejado del arte, al retratar a la cantante de Blondie, Deborah Harry, con un nuevo ordenador en su premier mundial: el Amiga, de Commodore.

Ahora, ese grupo diverso accedía al sanctasanctórum del artista, desvelando el entorno donde hacía sus producciones de vídeo y donde de nuevo destacaban, como si de pinceles contemporáneos se tratara, dos Commodore Amiga, uno de ellos con el monitor en posición vertical. De repente, toda la escena cobró vida: los fotógrafos descargaban ráfagas capturando el momento mientras el artista tomaba asiento y la magia comenzaba a fluir. Jugueteando con un Tank mouse de primera generación, en poco tiempo un retrato en blanco y negro de Dolly Parton había pasado a la pantalla del ordenador y comenzaba a reflejar los vibrantes colores tan típicos de la obra de Warhol, pero esta vez facilitados por la amplia paleta del Amiga. Como si esta acción desbloqueara un oculto mecanismo, súbitamente el artista comenzó a mostrarse accesible y a conversar con los periodistas Guy Wright y Glenn Suokko, dejando constancia de lo que suponía este cambio de medio.

Andy Warhol dejaba claro que su trabajo con el Commodore Amiga era sin discusión arte, solo que debíamos acostumbrarnos a que ese arte se mostrara bajo otras técnicas. En ese sentido, no dudaba en aseverar que su presentación del modelo de Commodore unos meses antes en el Lincoln Center, había convertido ese lugar en un museo: un recinto donde poder mostrar al público (unas dos mil personas), su trabajo. Defendía sin tapujos que las videoinstalaciones pudieran acceder a los espacios culturales huyendo de las limitaciones que suponían los medios tradicionales, apostaba por lo efímero e instantáneo, por las performances que habían vivido un periodo de plenitud ya en los 70 y que habían popularizado precursores del movimiento Fluxus como Joseph Beuys o Nam June Paik, pero que ahora podían tomar nueva vida y ampliar sus posibilidades gracias a las nuevas tecnologías.

Además de tener la posibilidad de reflejar su obra a través de monitores, Warhol soñaba en este momento con la próxima incorporación de impresoras de calidad de gran formato a su equipo de Amigas. Mencionaba como ejemplo a su amigo Jean-Michel Basquiat, que sin pudor estaba utilizando fotocopiadoras Xerox como medio compositivo para sus trabajos. Las posibilidades de presentación de su obra, los acabados, podían variar dependiendo del objetivo del artista, pero el Amiga seguía ocupando un lugar de privilegio en el proceso creativo de Warhol. Sentaba además las bases de un arte multimedia (todavía no llamado de esta forma), pero que podría incorporar también música y sonido, además de imagen, animación o vídeo, escapando así de los límites del arte más clásico. Para hacer su trabajo más natural, Warhol esperaba que en breve dispusiera de un lápiz óptico, periférico que los ingenieros de Commodore aseguraban que sería inalámbrico para permitir más libertad de ejecución al autor.

El artista reconocía que había recibido una oferta del MIT unos años antes para que trabajara con ellos trasladando su arte al ordenador, pero había declinado. Ante la pregunta sobre por qué no se había interesado en los ordenadores entonces, respondía con sencillez: «Oh no, lo hice, uh, solo que, bien, éste (el Amiga) era mucho más avanzado que los otros».

Mientras departía con los entrevistadores y el ecléctico grupo restante se movía a su alrededor con intervenciones puntuales, Warhol alternaba diferentes trabajos en pantalla y no dejaba de juguetear con el ratón. Al acabar la entrevista, cuando los clics de las cámaras fotográficas dejaban de marcar la banda sonora de fondo y un muro de silencio parecía volver a levantarse entre el creador y su público, uno de estos trabajos, un autorretrato que incluía también uno de sus Commodore Amiga, brillaba terminado en el monitor.

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