Zero Latency VR: otros mundos, desde el nuestro
En la ciudad de Madrid hay una puerta a otro mundo. También en Barcelona, Zaragoza y Terrasa. Se trata de Zero Latency, una experiencia de realidad virtual que ofrece la posibilidad de asomarse a mundos de fantasía en compañía de amigos.
La realidad virtual es una tecnología con la que los jugadores hemos soñado desde el inicio de los videojuegos. Hubo intentos catastróficos en el pasado —y no miramos a nadie, Virtual Boy— e intentos más serios y con mejores resultados en el presente, como HTC Vive o Playstation VR. Sin embargo, parece que esta tecnología, capaz de sumergir al jugador dentro del propio juego y de engañar al cerebro, tiene algunas dificultades para encontrar el modelo de negocio más adecuado. Y es que las experiencias, como se han venido a llamar los videojuegos de VR, suelen ser cortas, tener unas mecánicas muy predefinidas, dejar poco espacio a la libertad del jugador y pueden llegar a provocar inconvenientes físicos como mareos y vértigos. Y, además, los equipos son realmente caros.
Ciertamente, pocos son los videojuegos que aprovechan al cien por cien las posibilidades de esta tecnología. Como ocurriera en los años setenta en Japón, cuando Nintendo convirtió un montón de boleras en centros recreativos de tiro al plato para aprovechar su tecnología de disparo por láser, ahora la realidad virtual se muda a centros recreativos donde contratar por horas estos juegos y disfrutar con amigos.
Zero Latency desembarcó en España hace algo más de cuatro años, y va ganando fuerza. Este 29 de marzo estrena nueva experiencia, Mission Maybee, una aventura que se publicita como “para todas las edades”. Y no hemos pasado la oportunidad, gracias a PR Garage, de acercarnos y viajar a otros mundos.
El centro de Zero Latency en Madrid está casi escondido, en una calle no muy concurrida, al final de un pasadizo. Una entrada pintoresca para lo que nos aguarda. Nada más entrar, se registran nuestros emails de contacto, nombre y altura. Uno de los monitores —Quique, en mi caso, al que aprovecho para recomendar por su amabilidad y conocimiento de la tecnología con la que trabaja— nos explica la aventura en la que vamos a participar. El equipo consta de una mochila en la que portamos un pequeño ordenador y dos baterías. A esto se le suman los cascos con micrófono y, por supuesto, las gafas de realidad virtual. Accedemos a una sala diáfana con potente iluminación. Lo primero que notamos es la ausencia de mandos, al menos de momento. En los juegos que se presentan en Zero Latency el mando es nuestro propio cuerpo. Un patrón pintado en el suelo es el único tracking que necesitaremos. El juego se despliega a lo largo de un recorrido predefinido por el que podremos movernos libremente, sin necesidad de hacer uso de ningún joystick y con precisión absoluta.
Como primera toma de contacto, pudimos disfrutar de Engineerium, un walking simulator con el dar el primer paso en esto de la realidad virtual como parque de atracciones.
En Engineerium deberemos recorrer un escenario que desafía la gravedad, plagado de animales hermosos como ballenas y grandes aves que sobrevuelan nuestras cabezas, a medida que avanzamos para pulsar unos interruptores que nos harán desbloquear el camino hasta llegar al oasis, el centro de las ruinas. La inmersión gráfica y sensorial se hace patente desde el primer segundo de juego. Usando nuestro cuerpo para movernos dentro del escenario, mirar hacia abajo y comprobar la caída—el mar bajo nuestros pies, las ballenas que pasan flotando, rompiendo las leyes de la gravedad—provoca vértigo verdadero. Deberemos movernos hacia los interruptores, pero pronto el escenario comenzará a volverse más desafiante a medida que nos acostumbramos a dejar nuestro cuerpo en la sala de Zero Latency y transportar nuestra mente al mundo de Engineerium.
Las sensaciones son muy reales.
El escenario empieza a jugar con la gravedad, de tal manera que, a medida que recorremos las ruinas de aspecto maya, avanzaremos por un puente que se retuerce y gira en espiral. Aunque nuestros pies seguirán pegados al suelo en todo momento, el cerebro resulta verdaderamente engañado, pudiendo sentir el vértigo, el mareo, de estar desafiando la gravedad. De pronto, arriba es abajo, y el mar ya no se encuentra a nuestros pies, sino sobre nuestras cabezas, o a un lado. El recorrido se vuelve complicado, aunque nunca desagradable. Gráficamente está a un nivel increíble, con un apartado técnico que funciona de forma impecable, un diseño artístico pensado para sorprender al jugador. No hay imágenes borrosas ni aberraciones gráficas o errores que arruinen la experiencia. Por unos minutos, parece que estemos realmente en otro mundo.
En todo momento, el monitor está pendiente del grupo—pueden jugar hasta ocho personas al mismo tiempo—, pero también el propio juego nos avisa cuando nos acercamos a una pared o a un compañero. Una advertencia en la pantalla nos alerta de la proximidad de objetos con los que podríamos chocar, con suficiente tiempo como para desviar nuestro recorrido. Si se experimentan mareos, podremos levantar la mano y solicitar la asistencia de un monitor.
Yo ya he jugado bastante realidad virtual, sobre todo el casco de Playstation VR. Incluso tuve el placer de participar en una competición amistosa hace años en la que quedé ganador jugando a Rigs (Guerrilla Cambridge, 2016), pero lo experimentado en Zero Latency es otro tema. Cuando el propio cuerpo es el instrumento que utilizamos para jugar, hay un cambio de paradigma. De pronto, al cerebro se le olvida que está jugando. Moviéndonos por una pasarela de piedra suspendida en el aire, miraba hacia abajo y sentía un nudo en el estómago. Mi cerebro pensaba, realmente, que podría caer e impactar contra el agua.
La experiencia total dura unos veinte minutos de puro deleite.
Tras el calentamiento, pasamos al plato principal. Hemos venido aquí a probar la nueva aventura, Mission Maybee y nuestro monitor nos informa que, fuera del equipo que trabaja allí, seremos los primeros en jugarlo en estas instalaciones. La aventura desarrollada por Dark Slope, equipo afincado en Toronto, Canadá, hace uso de una narrativa menos sensorial y más clásica. Deberemos ayudar a Scary Girl a detener al Dr. Maybee, cuyos experimentos están envenenando las plantas del planeta. Haciendo uso de nuestro rifle—arma que se utiliza en otras experiencias de realidad virtual que ofrece Zero Latency y cuyo peso, ergonomía y facilidad en el manejo son excelentes— deberemos avanzar por un planeta de fantasía lleno de criaturas amenazadoras, plantas salvajes y cavernas. Disparando, nos libraremos de los pájaros y babosas que nos atacan, y apuntando y manteniendo el gatillo presionado, podremos limpiar las plantas de los productos tóxicos del Dr. Maybee.
Con una estética que recuerda un poco a Pixar, Mission Maybee resulta entretenido para jugar en familia o con amigos. No tiene una profundidad narrativa asombrosa, pues sabe muy bien que se trata de una experiencia en realidad virtual para una sala recreativa, por lo que hace uso de la tensión y la exploración para encandilar al jugador. Quizás sea algo menos impactante que Engineerium en cuanto a sense of wonder, pero ciertamente tiene un hilo narrativo que seguir y los combates son estimulantes. Al final, nos enfrentaremos al mismísimo doctor en una épica pantalla final que recuerda a los enfrentamientos de Spyro o Ratchet and Clank, donde podremos agacharnos, movernos libremente por el escenario y emplear como queramos nuestra arma para acabar con las tres fases del combate.
Aunque haga menos uso de los engaños que la realidad virtual provoca en el cerebro, Mission Maybee es muy divertido y espectacular. Gráficamente está a muy buen nivel, su diseño de escenarios es lo bastante resultón como para dejar boquiabierto al jugador, y la aventura hará las delicias de los más pequeños. Es, claramente, una experiencia que disfrutar en familia, una buena aproximación a la realidad virtual y a los videojuegos para los padres gamers que busquen introducir a sus hijos en esto.
Hace años hubiera sido una locura escribir y publicar esta frase —pues los videojuegos eran el gran enemigo de los padres—, pero, por suerte, los tiempos cambian. Tras salvar el planeta de Scary Girl, es hora de quitarnos nuestros equipos y probar otra de las experiencias de Zero Latency, algo que llamó mi atención nada más entrar por la puerta. Se trata de un simulador de vuelo que utiliza una plataforma que emula a un pájaro, con sus alas, y sobre la que el jugador se tumba. Incluye un ventilador que nos lanza aire a la cara. Pruebo dos experiencias cortas: nadar bajo el mar, batiendo las alas de la plataforma y explorando el fondo marino con una calidad gráfica asombrosa que casi me hace contener el aliento, y sobrevolar un escenario jurásico repleto de dinosaurios.
La primera vez que caigo en picado sobre estos animales—dirigiendo con mis manos las alas hacia abajo, sintiendo el chorro de aire que da en mi cara—la sensación es indescriptible. El estómago se me sube hasta la garganta, el vértigo recorre mis piernas. Mi cerebro se ha olvidado completamente de la realidad que me rodeaba—la plataforma, la pantalla tras de mí, la sala con un sofá, las medidas de higiene anticovid, gel hidroalcohólico a la entrada— para perderse en un paisaje imposible. Caigo en picado sobre los árboles y, enseguida, veo a los dinosaurios. Los de cuello largo, que me recuerdan aquella mítica escena de Parque Jurásico (Steven Spielberg, 1993) en que vemos por primera vez a un animal extinto. Los de cola llena de púas, que pastan plácidamente cerca de los árboles. Una manada de velocirraptores que corren en estampida. El movimiento es absolutamente libre e intuitivo: mover los brazos para mover las alas. Batir, girar, descender y ascender. A los pocos segundos de vuelo se le coge el tranquillo.
Es algo que tiene que experimentarse en primera persona para entenderse.
Salgo de las instalaciones de Zero Latency con la sensación de haberle encontrado a la realidad virtual la mejor manera de aprovechar sus virtudes: este tipo de experiencias que se contratan por horas o por juego y que disponen de las instalaciones necesarias. Quizás, hasta que tengamos algo parecido a lo que inventó Ernest Cline para su novela Ready Player One, esta sea la mejor manera de disfrutar de una tecnología tan cara y aparatosa. Por un lado, los consumidores no disponemos, en general, de casas en las que poder almacenar un equipo de realidad virtual de este calibre. A menos que alguien quiera pintar todo el suelo de su salón con un patrón de tracking o instalar cámaras de seguimiento en cada esquina para jugar unos videojuegos que, salvo excepciones notables, pasan solo por experiencias de las que disfrutar en grupo y en cortas espacios de tiempo. Por otro lado, los equipos son realmente caros. Lo más cercano que tenemos para un consumidor medio, interesado en la realidad virtual pero que no quiere invertir miles de euros en un ordenador y unas gafas potentes, es Playstation VR. Y los resultados han sido tímidos. Falta experimentar con la narrativa, con las posibilidades y las mecánicas. Lo que hace divertidos a los juegos que ofrece Zero Latency es que están pensados para ese modelo de negocio en particular.
Este mismo año se estrenará una aventura basada en Far Cry, desarrollada por la mismísima Ubisoft, pero Zero Latency ofrece ya una variedad envidiable de experiencias que contratar—incluido un juego de zombis que no pude jugar, pero que me muero por probar—. Quizás sea algo pensado para la gente que no está muy metida en el mundo del videojuego, para familias y grupos de amigos que quieren experimentar, por vez primera, con la realidad virtual. Pero aventuro que esto será solo el principio. Imagino un futuro en que podremos desplazarnos por esa misma sala para recorrer, de forma virtual, los pasillos de un museo. O vivir una verdadera aventura escrita y desarrollada por los equipos más pioneros. O una liga de e-sports en la que el cuerpo sea el instrumento principal. La realidad virtual pasa por reconvertir los salones arcade en centros recreativos como este que podemos disfrutar en cualquiera de las ciudades que mencionaba al inicio. De momento, pues hay interés por abrir nuevos centros. Una forma espectacular de acercarse a la realidad virtual, una tecnología que viene del futuro pero que aún tiene que encontrar su espacio en el presente.