Travis Strikes Again: No más héroes nunca más de vez en cuando
Desde finales del siglo xix y durante buena parte del xx, la responsabilidad de hacer reír a la gente recaía sobre los payasos, los de los zapatos gigantes y la nariz de bola roja. Todos los asociamos al circo por defecto, pero al principio contaban con sus espectáculos propios. El jacetano Marcelino Orbés fue considerado el mejor payaso de su época, igual que el soviético Oleg Popov. Bastaba lo prosaico de un bocinazo en la oreja o la caída provocada por una resbaladiza cáscara de plátano para que la gente se partiera el culo. ¡Que le jodan al humor inteligente!
Suda 51, a su modo, es el payaso de los videojuegos. En el buen sentido para los que nos encanta su obra y en el malo para los que la detestan. Él lo sabe y, realmente, se la pela el sentido que pueda tener.
Solo así se entiende que entre la sexta y la octava generación, cuando todos los estudios y desarrolladores se afanan, y se ufanan, en prometer experiencias innovadoras, mundos a explorar con decenas o más de cien horas y la solvencia técnica más apabullante, el japonés se haya convertido en un diseñador de culto precisamente por crear juegos de duración escasa, simples en su planteamiento y que no son especialmente vistosos en lo técnico.
O su espíritu punk es tan poderoso (y fructífero) que le permite reírse de la industria y de la petulante comunidad gamer, o posee una suerte de conocimiento arcano, conservado a través de los tiempos por sociedades secretas y legado a él, que le permite hacer lo que le da la puta gana.
¿Cómo, si no, a pesar de que llevaba una dilatada carrera en Japón, podríamos aceptar que saltara a la fama en Occidente con Killer 7, un juego con una historia psicótica y un sistema de juego a la par, en el que en una orgía se encontraban el shooter subjetivo, la acción-aventura y los juegos de disparos sobre raíles? Eso y su pasión por los asesinos parieron el resto de su obra reciente. El contubernio con otros dos genios (Akira Yamaoka y Shinji Mikami) nos trajo otra historia caustica, la de Shadows of the Damned, y otro antihéroe, García Hotspur; luego la animadora que porta a su parlanchín novio en la cintura mientras se deshace de enemigos en esa opereta rock-zombi que es Lollipop Chainsaw; y Mondo Zappa y Killer is Dead. Project Zero 4 y muchos otros títulos que tuvieron menos eco en Occidente (The 25th Ward: The Silver Case, Samurai Champloo: Sidetracked) componen su lista de títulos como director, a los que hay que sumar todos en los que ha actuado como guionista o productor, caso de la pequeña joyita Sine Mora.
Pero sin duda, lo que más ha gustado siempre ha sido Travis y la saga No More Heroes, en parte porque sintetiza a la perfección su envidiable estilo y su idiosincrasia inimitable. Por ello, en cuanto Switch salió a la venta, los rumores sobre una posible tercera entrega del mordaz y políticamente incorrecto antihéroe de Santa Destroy se convirtieron en vox populi. Como aperitivo, o como prueba, llegó hace poco Travis Strikes Again: No More Heroes.
Concebida como una obra menor, la última creación de Suda 51, no obstante, posee todos los elementos y características que han encumbrado a sus hermanas mayores, todas las vísceras del canon. Si no fuera por la perspectiva entre isométrica y cenital por la que ha optado el nipón, así como por una historia ad hoc no menos chiflada de lo habitual, Travis Strikes Again podría ser perfectamente la tercera parte de la saga.
Sorprenden los análisis que se han hecho del juego en los que se clama contra su corta duración, cuando es prácticamente la misma que la de las dos entregas anteriores, así como por los altibajos en la jugabilidad, la asimetría entre las canciones de la banda sonora, etc. Lo paradójico es que, tras escribir esto, la mayoría de los analistas le conceden la misma puntuación que a las otras andanzas del hidalgo de Santa Destroy: un 8; que por otro lado, es la nota media de todos los trabajos del de Nagano.
Todo el que haya disfrutado de No More Heroes 1 y 2 saciará perfectamente sus ganas de Travis en este interludio lúdico. Porque es así: Suda 51 tiene muy claro contra quien disparar sus juegos cuando apunta desde el rifle de francotirador que supone su creatividad.
Una lunática comparsa de ideas brevísimas, de aforismos jugables, desfilará delante de nuestros ojos, oídos y manos sin que podamos remediarlo. Y porque aún le es imposible estimular el tacto y el olfato a través de los videojuegos, si no también lo haría: ahí está el omnipresente excusado para guardar la partida y las referencias gastronómicas, esta vez en forma de distintos tipos de ramen coleccionables que, con su dibujo y descripción, te dan ganas de comerte un caballo. También las canciones de electrónica, que nos trasladarán a una rave underground o, por el contrario, algún que otro tema folk japonés. También la pobreza de muchos elementos de los escenarios, la demora en la carga de algunas texturas o la simpleza del sistema de combate, condimentado esta vez con los chips, que nos conceden un tipo de ataque o poder especial.
Cómo no, también abundan las referencias a la cultura popular, las autorreferencias y el bombardeo constante de la cuarta pared, a veces de manera desternillante. Cada fase comienza como Schwarzenegger vino al mundo en las distintas entregas de Terminator, los enemigos son los Bugstreetboys —alguno se llama Zuckerbug, Spielbug o Bug Gates— y Travis cuenta con una amplia gama de camisetas de los mejores títulos indies de los últimos años. Pero Suda 51 no homenajea solo a lo marginal, sino a toda la industria y cultura del videojuego: Sega, Nintendo, Metal Gear Solid y Kojima, Spacewar!, a los arcades, a las aventuras de texto… Hasta interpreta la leyenda urbana de Polybius y hace que vertebre la historia, personificándose en la consola maldita Death Drive MK-II, que absorbe a Travis y Badman.
Es su constante, es su narrativa.
Tampoco faltan los sarcasmos y la crítica social más nihilista, por ejemplo, en las locuciones llamadas «Las últimas palabras del abuelo» o en las de un PNJ como Bugxtra, de quien conviene rescatar la siguiente: «La gente que dice: “Siempre estaré contigo” no suele hacerlo. El 90 % no lo hace». O el peculiar humor de Travis: «Pero si voy preguntando si han visto a Drácula… la peña pensará que soy un yonqui y pasarán de mí»
Lo que tiene de particular este No More Heroes es la aparente mezcla de minijuegos dentro de juegos; aparente porque dentro de esa estructura de minijuego se inserta el sistema principal de cortar por lo (in)sano a los enemigos. Este aspecto, sin embargo, enlaza con otro que muchas veces pasa desapercibido en la obra de Suda 51. En Travis Strikes Again, como en otros juegos del nipón, se incluyen referencias a otros de sus diseños, pero en el caso que nos ocupa, estas referencias van más allá, e incluyen personajes y hasta escenarios de la obra de Grasshopper. Y no solo de su estudio. Hacia el final, Hotline Miami toma una fuerte presencia, tanto en lo jugable como en lo estético. De lo que nos habla todo esto, y ahora saco al narratólogo que habita en mí, es del recurso que Suda 51 hace de la intertextualidad, una herramienta que maneja con soltura a la hora de planear el diseño. No todos pueden decir lo mismo, ni decirlo como lo hace él.
Desde el punto de vista del mainstream, Suda 51 no es un diseñador de obras maestras, ni tampoco quiere serlo, ni tampoco yo quiero que lo sea. Pero al final, este gamberro japonés es como el habitual y entrañable arquetipo literario del loco del pueblo. Ese que al final no está tan loco como se pensaba y, en realidad, resulta ser el más cuerdo de todos.
Qué le vamos a hacer: a algunos todavía nos hace gracia lo de la cáscara de plátano.