Pokémon y su particular síndrome de Peter Pan

28 diciembre, 2021Borja Díez

El enésimo remake de Pokémon nos devuelve una sensación compartida de que la comunidad se merece algo mejor de lo que Nintendo le da

El olor que rebosa de la olla exprés llena de puchero comienza a invadir las fosas nasales de todos los invitados. Al acabar el riquísimo plato que recién te ha servido la abuela, esta te mira con la ilusión de quien se siente satisfecha con lo que hace y te pregunta: «¿quieres un plato más?», mientras se aprovecha de esa mezcla de nostalgia y sabor exquisito que desprende la comida. Algo así es lo que Nintendo intenta hacer con Pokémon, con la salvedad de que, al contrario que el guiso de la ‘yaya’, sus creaciones se parecen cada vez menos a las de antaño.

Que la franquicia juega a la perfección con la nostalgia es vox pópuli, máxime cuando sigue generándole infinitos beneficios. Pero lo frustrante es el bucle al que la saga ha llegado: la desazón y un mar de dudas se instala entre los que, hasta hace unos años, se acercaban a cualquiera de sus títulos con la seguridad de que sería un auténtico agujero negro de horas.

La sensación es que, tras más de un cuarto de siglo, Pokémon se ha quedado estancado. Cada nueva edición presenta un renovado elenco de criaturas, ambientes y gráficos, pero lo importante continúa igual que siempre, como aquel joven que se niega a aceptar a la vida adulta y se aferra al pasado. Las ligeras novedades de las últimas generaciones no ocultan un problema de fondo: lo infantil, repetitivo y soporífero que se ha vuelto ese desarrollo lineal y ligero de la aventura.

Y las respuestas a todo lo que adolece actualmente no hay que buscarla lejos: puede encontrarse en cada una de las bondades de las generaciones pasadas.

Pokémon Blanco y Negro, un punto de partida

Salvo contadas excepciones, la narrativa de Pokémon se ha mantenido inalterable con el paso de los años: la historia del joven que abandona el hogar familiar para embarcarse en un camino lleno de obstáculos que le harán crecer en todos los aspectos de su vida. Lo intrincado del asunto no es la temática en sí, presente en el mundo de la literatura desde tiempos ha, sino su ejecución: los rivales carecían de una motivación fuerte y, en la mayoría de ocasiones, eran villanos planos sin más intención que la de ver el mundo arder; el progreso y recorrido por el mapa no mostraban un propósito o sentido congruente; la idea principal de amar a los pokémon y convertirlos en una parte importante de ti no casaban bien con la necesidad de ponerlos a combatir, hacerlos más fuertes y capturarlos a todos.

Algunas de estas incongruencias estaban desde el principio, pero fue el paso del tiempo y el desarrollo de la franquicia las que lo hicieron más evidente. El verdadero punto de partida fue Pokémon Blanco y Negro, el título más maduro de la saga principal con diferencia. Por primera vez, la organización que cumplía el papel de villano tenía un plan más ambicioso que no fuera simplemente acabar con el planeta.

La figura de N lo cambió todo. Sus actos se correspondían a la perfección con su ideología, una visión radical acerca de la libertad de los pokémon y el uso que hacían los humanos de ellos. No era un simple enemigo que balbuceaba discursos vacuos en un tono infantil, él iba más allá, introduciendo complejos debates acerca de la naturaleza y la justicia de las relaciones entre humanos y pokémon.

La historia fue tan conmovedora que a Game Freak no le quedó otra que lanzar una segunda parte, ahora con él como líder de un equipo que quería acabar con el nuevo Team Plasma y como uno de tus aliados. Su caracterización es, de lejos, la más lograda de todos los juegos y fue el hilo conductor de la mejor narrativa de la franquicia, una madura, coherente y honesta con ese mundo donde las relaciones entre humanos y pokémon son idílicas.

Tras él, se continuó repitiendo la historia del joven aventurero que sale de casa para madurar y se enfrenta a un grupo de villanos con planes pueriles. La narrativa dejó de importar, centrándose en innovaciones en un sistema de combate que apenas había sufrido cambios mínimos, en el diseño de nuevas criaturas y mejoras a los gráficos.

Las Megaevoluciones no les parecieron suficiente

Game Freak creyó en los cambios en el gameplay como la panacea que revitalizaría la saga. En su estreno en Nintendo 3DS, uno de los aspectos más llamativos era la Megaevolución, una mecánica inédita que te permitía tener un recurso fortísimo para darle la vuelta a la batalla. Y funcionó, ya que los combates se volvieron más complejos, e incluso su inclusión tuvo una coherencia narrativa y nada chocante con el lore construido hasta el momento.

Incluso los remaster de Pokémon Zafiro Alfa y Rubí Omega tuvieron una razón de ser: redondearon toda la historia relativa a estas Megaevoluciones y le dieron un importante lugar en la mitología del juego.

Pero desde aquella revisión de la tercera generación, la franquicia, que ya acumulaba cierto agotamiento en la calidad de sus productos de la saga principal, fue cuesta abajo sin frenos.

Con la siguiente generación, Pokémon Sol y Luna, fueron conscientes de la necesidad de seguir renovando el juego. Para ello, eliminaron los gimnasios pokémon y los sustituyeron por una suerte de pruebas aburridas y sin apenas sentido. También introdujeron los ‘movimientos Z’, rompiendo de este modo con las Megaevoluciones, aunque se limitaba a un único ataque. Game Freak supo leer que la franquicia necesitaba un cambio, pero la ejecución fue nefasta. La nueva línea gráfica no hacía sino que acentuar una realidad: que la deriva de infantilización —o más bien la negativa a madurar, como Peter Pan— parecía inevitable y que quizá habían pecado de innovadores en aspectos superfluos y habían dejado de lado puntos en los que se necesitaba un soplo de aire fresco.

La última generación hasta el momento había despertado mucha expectación: el nuevo motor gráfico de Nintendo Switch contribuyó en parte a ello. Se facilitó el proceso de crianza, haciéndose más accesible el competitivo para los más novatos, y el experimento de mundo abierto de la zona central no funcionó excesivamente bien pero fue un agradable intento. Pero por lo demás, todo siguió sintiéndose lo mismo… salvo que más alegre a la vista, como si de un paseo por un parque de atracciones se tratase —¡Solo había que presionar la ‘a’ para ganar!—. ¿¡A quién se le ocurrió poner a los pokémon en aspecto gigante!?

Con Perla Reluciente y Diamante Brillante la sensación de hastío se ha hecho ya incontrolable. En remakes anteriores las innovaciones tenían un sentido y estaban ciertamente justificadas, pero en este caso, la impresión de que la única motivación para realizar el juego era seguir explotando la marca aparece de principio a fin. Salvo tibios cambios en el mundo subterráneo y un postgame con más contenido, el título es casi el mismo. Uno podría pensar que, en realidad, esto se hizo pensando en el público más joven que no disfrutó de la obra original, pero el descaro en la reutilización de recursos, la rapidez y el uso excesivo de la nostalgia como marketing dan que pensar lo contrario.

Tranquilos, Pokémon no se está muriendo. Sus dos últimas obras han permanecido durante semanas como los videojuegos más vendidos de Japón y, de hecho, Espada y Escudo llegó a las 22,64 millones de copias vendidas, la tercera de la lista. El problema reside en que Nintendo haya convertido en un reclamo nuestro sentimentalismo y cariño al tierno pasado. Han redificado nuestros recuerdos y los han convertido en un objeto de consumo, en una parte crucial de la idiosincrasia de sus juegos.

Los que nos criamos con una Game Boy en la mano estamos decepcionados: la saga con la que crecimos también tiene derecho a madurar y a adaptarse a los nuevos tiempos, al público al que precisamente les hizo estar en el lugar en el que se encuentran actualmente.

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