Meditaciones metafísicas en torno al agujero de un donut
Imagina que vives a novecientos noventa y nueve metros bajo tierra. Estás aquí por culpa de una extravagante aplicación capaz de abrir agujeros en la ciudad y engullir todo lo que se encuentra por encima del nivel del suelo. Imagina que estás sentado en torno a una fogata conversando tranquilamente con un mapache, un coyote, un cocodrilo y unos cuantos animales antropomórficos más. Bueno, lo de «tranquilamente» es una manera un tanto vaga de definir este diálogo, a ratos filosófico y a ratos coloquial, acerca de las terribles consecuencias de la llegada de los mapaches a la ciudad. Ellos y esa extraña tienda de donuts que pudo ser el origen de esta calamidad narrada en clave de tragicomedia. Parece increíble, pero ellos pusieron en tus manos la aplicación capaz de controlar ese agujero que engulle todo cuanto se encuentra a su alrededor. Y ahora está en tus manos decidir la dirección que ha de seguir ese agujero que crece con cada ser vivo que traga, con cada piedrecita, cada bola de papel, cada pieza del mobiliario urbano, cada casa… El agujero crece y crece hasta dejar limpio cada escenario que forma parte de este singular videojuego creado por Ben Sposito. Y sí, insisto: tú controlas ese agujero. Una mecánica aparentemente sencilla que va ganando en complejidad a medida que transcurren los minutos.
Probablemente, mientras lees estas líneas, pensarás que te estoy tomando el pelo, que disfruto divagando mientras escribo esta supuesta crítica sobre un videojuego que se aleja de los convencionalismos. Pensarás que exagero. O tal vez sonrías al recordar el buen rato que pasaste al jugar a Donut County, ese título publicado por Annapurne Interactive en el año 2018 y que hace apenas unas semanas aterrizó en Xbox Game Pass para alegría de todos sus suscriptores. También ha sido una alegría para mí, convencido como estoy de que el videojuego es algo más que una experiencia en la que el jugador ha de limitarse a machacar botones o a adentrarse en universos regidos por mecánicas estandarizadas, donde la mayoría de nuevos títulos que llegan al mercado se alimentan de cánones establecidos, de planteamientos ya vistos con anterioridad en otros muchos juegos. La innovación supone un riesgo que no muchas compañías están dispuestas a asumir. La originalidad es propiedad casi exclusiva de los pequeños estudios y sus juegos independientes. ¿Quiénes, si no ellos, plantearían un videojuego tan extravagante como el que nos ocupa?
Donut County es uno de esos de esos títulos que puede pasar desapercibido para el jugador medio entre tanta superproducción. Sus aspiraciones son modestas, pero su valentía es extrema. Si en su momento no lo disfrutaste o si, como es mi caso, tienes la posibilidad de jugarlo ahora gracias al servicio de suscripción de Microsoft, no deberías dudarlo. Sería contraproducente desgranar aquí muchos de los pequeños secretos que esconde, pero si las mecánicas o el hilo argumental sobre el que sustenta no te parecen suficientemente atractivos, espera a descubrir los hilarantes diálogos que mantienen sus protagonistas. Todo lo demás debe quedar como una gran incógnita que has de despejar. No te llevará mucho tiempo, pues se trata de un videojuego de corta duración. Olvida por un momento los mundos abiertos plagados de objetivos y misiones secundarias, sus mapeados inabarcables, y atrévete con esta propuesta fresca y divertida para disfrutar, por ejemplo, en una tarde de sábado. Tal vez entonces, entre sonrisa y sonrisa, bajo el abrigo de unos gráficos poligonales de colores lisos y una música meramente funcional y efectiva, llegues a entender la profunda carga filosófica que puede llegar a encerrar un debate en torno a la naturaleza del agujero de un donut. Así, tal cual. En tus manos queda también descubrir el mensaje ecologista que encierra Donut County, o su crítica encubierta al capitalismo, e incluso la parodia dedicada al mítico diseñador Peter Molyneux. Tal vez la experiencia pueda llegar a merecer la pena. De lo contrario, siempre puedes arrojar este juego al mismo agujero que ha sido su razón de ser para que permanezca a novecientos noventa y nueve metros bajo tierra.