Los videojuegos no tienen por qué ser divertidos
«Los videojuegos tienen que ser divertidos», reza uno de los falsos axiomas más extendidos entre los usuarios y la prensa especializada. Esta concepción del medio, tan limitada como equivocada, tiraniza nuestra percepción sobre las obras a las que jugamos, afectando a las críticas, las notas que las acompañan y, en última instancia, a las ventas. Me entristece pensar que habrá quien no cate un plato ludoficcional tan delicioso como Night in the Woods (Infinite Fall, 2017) por asociarlo a un contenido político y reflexivo. O simplemente porque alguien en quien confía le ha dicho que es aburrido. Mi propósito con este texto no es otro que incentivar el espíritu crítico, que cada uno decida a qué juega, y que no nos limitemos a entender un medio tan rico de un único modo. Hay mil motivos por los que los videojuegos no tienen por qué ser divertidos.
Se trata de una visión inexacta por múltiples razones. La más evidente es que solo incluye una forma muy concreta de entender un término tan plural como el de «diversión». Un entretenimiento hipervitaminado e inmediato, de jugabilidad directa y bastante condescendiente con el jugador, sobre todo en los temas que trata. No tiene nada de malo disfrutar de estos títulos, como tampoco lo tiene gozar con el último blockbuster cinematográfico o con algún best seller pasteloso. Más allá del postureo en redes sociales, no es necesario que toda tu dieta cultural se base en el cine de Ingmar Bergman o en la literatura de Fiódor Dostoyevski. Lo pernicioso, eso sí, es encerrarse en una única interpretación de la diversión en la cultura. Y, por desgracia, eso es lo que sucede con la cosmovisión del videojuego, mucho más que con la de otras artes como el cine, la literatura o la pintura.
La lectura imperante obvia que la diversión se trata de un concepto harto subjetivo y que lo que para mí es desternillante, para otro puede ser dramático. Incluso que lo que hoy me divierte quizá no lo haga con el paso del tiempo. Estableciendo un paralelismo ajeno a los videojuegos que lo refleja con bastante claridad, hay chistes que me resultaron hilarantes en su día y por los que hoy ni me inmuto. O situaciones que a mí me entretienen y que mi entorno aborrece (los videojuegos son un ejemplo recurrente). Lo mismo puede suceder a la inversa.
La diversión es multidimensional y subjetiva, varía en función de la persona y del contexto. Precisamente por eso, conviene salir de la zona de confort y probar cosas que no tienen por qué encajar con nuestros gustos habituales. Como periodista, el verbo «contrastar» encabeza mi diccionario personal. Lo considero vital para el ejercicio de mi profesión, pero también como consumidor de cultura. Contraponer mi forma de entender el mundo (ya sea en términos políticos, económicos, fílmicos o literarios) con perspectivas distintas me enriquece. A todos, de hecho. Si nos ceñimos a una misma concepción de la diversión durante toda nuestra vida, corremos el riesgo de perdernos experiencias diferenciales. No creo que Papers, Please (Lucas Pope, 2013) me hubiera gustado con 12 años. Sin embargo, ahora es parte fundamental de mi juegografía. Si no lo hubiera probado, superando mis prejuicios hacia un título que se me antojaba aburrido la primera vez que leí sobre él, y que siguió siéndolo en las partidas iniciales, me hubiera perdido una obra excelente.
La afirmación de que «los videojuegos tienen que ser divertidos» triunfa porque el entretenimiento al que apela esta oración es el más extendido. Esa frase va dirigida al perfil de jugador más generalizado, que efectúa una lectura mainstream del ocio. Es cierto que la diversión es subjetiva, pero nuestra subjetividad está inevitablemente marcada por la visión predominante en la sociedad. Hasta que no la contrastamos, y algunos nunca lo hacen, nuestra forma de ver el mundo está estrictamente delimitada por las convenciones sociales. Todos aceptamos una serie de realidades concretas, vigentes cuando se nos educa, y que no cuestionamos hasta que desarrollamos cierto espíritu crítico. Algo que, por desgracia, no ocurre con todos. Esta idea es aplicable a nuestra manera de entender la política, la economía, la sexualidad y, por supuesto, el entretenimiento. Seguro que os suena aquello de que para disfrutar saliendo hay que beber. Todos pasamos por esa presión hasta que bien aceptamos dicho hábito, bien lo rechazamos. Con los videojuegos sucede exactamente lo mismo.
La «diversión gamer» es la que acostumbra a ensalzar las mismas sagas y mecánicas de siempre. Aquellas que han triunfado o triunfan entre las masas. Esta definición es válida tanto para aquellos que glorifican las tardes en los salones recreativos de los 80 como para los lampiños que se emocionan con el último battle royale de turno. Con los últimos es más fácil de entender; conforman el grueso del público actual y mueven cifras impresionantes. En el caso de los más veteranos, su fidelidad al medio se corresponde con un peso privilegiado en la industria que se traduce en una cantidad enorme de referencias a su cultura y en una importante corriente de juegos retro. Vivimos en permanente deuda con los 80. Sus ideas de diversión coinciden en unos aspectos y difieren en otros, pero son las predominantes y las que moldean el concepto de entretenimiento videolúdico del resto. De su fuerza como colectivos, con diversas razones en cada caso, depende la definición de lo que es un clásico y de lo que está de moda. Por eso hay que jugar a Final Fantasy VII (Square, 1997), por eso hay que jugar a Fortnite (Epic Games, 2017). Son los juegos y los modos de entender la diversión que reparten carnets.
Que la vertiente comercial de un arte vire hacia los gustos y necesidades de los targets más amplios ocurre en todas las disciplinas, pero en ninguna como en el videojuego he escuchado a tanta gente exigiendo un mismo tipo de diversión. Por eso la industria triple A, el videojuego mainstream, tiende a confeccionar títulos clónicos y fieles a la moda más extendida en ese momento, como sucedió con los shooters bélicos amarronados durante la década pasada. En 2008, un juego divertido era un FPS ubicado en alguna guerra. En 2013, el adjetivo que motiva estas líneas encajaba con los vastos mundos abiertos plagados de iconos.
Hay una conexión inextricable entre lo divertido y lo popular en la cultura de masas. Empero, si estamos dispuestos a diverger y a alejarnos de la corriente de opinión mayoritaria, a rechazar la diversión gamer arquetípica, entenderemos que no hay una única forma de entender el entretenimiento. Disfrutaremos con obras cuyos ritmos, mecánicas y tramas no se corresponden con la definición más extendida de “diversión” en los videojuegos. Y será así como entendamos que la ludoficción no tiene por qué ceñirse a ese concepto casi totalitario, que no hay una única manera de comprender el divertimento. No se trata tanto de que los videojuegos no tengan que ser divertidos, sino que no tienen por qué responder a la idea predominante de ese concepto. Solo a la que cada uno tenga, la que orienta sus decisiones de compra. Por eso la frase que nos atañe es tan atrevida, porque ignora cualquier subjetividad. No hay mejor forma de asimilarlo que con varios ejemplos.
Bloodborne (From Software, 2015) no es divertido. Al menos, no lo era para mi yo de 2015, con la experiencia justa en videojuegos de esa índole, todavía sin haber ahondado en esta especialización periodística y con la carrera prácticamente recién empezada. Como antiguo jugador casual, la obra de Hidetaka Miyazaki era absolutamente frustrante. De hecho, pasó casi un año desde que la adquirí junto a mi PS4, embelesado por su ambientación victoriana y su arquitectura gótica, hasta que me atreví a retomarlo. Su dificultad, o más bien mi incapacidad para digerir su propuesta, me resultaba frustrante. Anulaba cualquier deseo que pudiera sentir por descubrir más acerca de Yharnam. Sin embargo, todo cambió gracias a la experiencia adquirida en mis primeros compases como periodista de videojuegos.
Los análisis de otras propuestas, incluida la colección de algunos Mega-Man (Capcom, 1987) clásicos que entonces se me antojó infernal, me curtieron. Como quien afronta una misión complicada en un JRPG tras mucho grindear, regresé a los pútridos y hediondos callejones de Yharnam. De repente, conecté con la obra de From Software. Conforme progresaba por aquel entorno opresivo, a cada atajo que desbloqueaba, me enamoraba paulatinamente de Bloodborne. Todavía tenía muy reciente la angustia que me impidió dar dos pasos sin leer un dichoso cartel anunciando mi defunción. Pero ahora, por fin, Bloodborne era divertido para mí. La diferencia entre una vivencia y otra me obligó a reflexionar. ¿Qué había cambiado? La respuesta es simple: yo. Bloodborne era tan entretenido cuando lo compré como cuando lo superé, la única variación era mi mayor experiencia a los mandos. Ni el título de Miyazaki era soporífero por no adaptarse a mis habilidades de aquel entonces ni mis gustos eran menos válidos por preferir propuestas más accesibles. Simplemente, mi idea de la diversión mutó, lo que demuestra que es un concepto subjetivo y orgánico, que evoluciona constantemente conforme lo hacemos nosotros mismos.
De este ejemplo, no obstante, también puede extraerse otra lectura. Una que implique que para disfrutar de un videojuego, este tiene que ser divertido aunque sea en términos subjetivos. Antes o después, debe entretener. Solo servirá mientras lo haga y mientras me amolde a su grado de desafío, pero en ningún caso podrá frustrarme o provocarme sentimientos negativos. El paradigma de Bloodborne da a entender precisamente eso, una tesis con la que podría haber estado de acuerdo de no ser porque algunas de mis experiencias más poderosas a los mandos han sido bastante desagradables. A día de hoy aún me cuesta comprender la razón por la que seguí jugando a Night in the Woods, incluso con lágrimas en los ojos y cierta presión en el pecho. Jamás podré tildarlo de alegre, mucho menos de divertido, y sin embargo está en mi podio personal de los mejores juegos de la historia.
El título de Infinite Fall versa acerca de Mae Borowski, una joven que, hija del precariado, se ve forzada a abandonar sus estudios universitarios y regresar con sus padres. De vuelta a Possum Springs, Mae se encuentra con un presente negro, muy distinto al que le pintaron cuando le juraron que su quinta viviría mejor que sus padres. Si se formaba y esforzaba estudiando, el mundo sería suyo. Aunque su juventud no fuera especialmente ociosa, eso se recompensaría en el futuro con una merecida estabilidad laboral y más tiempo para sí misma. Era mentira. La crisis rompió todas esas promesas, forzando a que una generación hipertitulada migrara en pos de un futuro, aunque este no fuera brillante. Sin importar cuanto se formaran, la coyuntura económica de finales de la pasada década arremetió contra miles de jóvenes. Y Night in the Woods es, precisamente, el retrato de una generación perdida.
Su propuesta me barrió. No podía ser de otro modo; cuando caté Night in the Woods tenía 20 años. Cursé toda la carrera dependiendo de una beca que, de haberme sido denegada un solo año, me hubiera forzado a imitar a Mae y dejar los estudios. Es un miedo difícil de describir, pero es terrible percatarse por primera vez de que no importa lo mucho que te esfuerces porque el resultado no siempre depende de ti. La respuesta de mi entorno estaba colmada de discursos vacíos sobre la superación. No me divertí en absoluto con Night in the Woods, porque en sus diálogos no hay un ápice de esperanza artificial, mas fue la primera obra que habló mi idioma. Nadie como Infinite Fall supo reproducir cómo me sentía. Sin ningún tipo de mensaje edulcorante, sin darme estériles palmaditas de ánimo en la espalda, en el relato de Mae Borowski hallé a una igual. Por supuesto que la vida puede mejorar, pero eso no es lo que necesitas escuchar en un momento así. No es tan fácil. Lo que pocos entendían a mi alrededor, Night in the Woods lo captó al instante.
Infinite Fall retrató el presente crudo de toda una generación perdida: la mía. Lejos de brindar una salida, se limita a ofrecer la compañía de unos protagonistas que están pasando por algo similar. En cierto modo, todos estamos encerrados en la misma prisión. Hay pocas cosas más valiosas que compartir un momento complicado con alguien que realmente te entiende. Asimismo, con el distanciamiento que resulta del paso del tiempo, comprendí que no era necesario tener la edad de los protagonistas para identificarse con ellos. Mae Borowski conversa con quienes han iniciado un proyecto con toda su ilusión para abandonarlo posteriormente. También con aquellos que sienten que han decepcionado a su familia. Su discurso puede conjugarse en pasado, para quienes estén inquietos por el ayer. En presente, para los que pasen por una fase difícil. Y en futuro, para aquellos que temen lo que deparará el mañana. Mae jamás te juzga por tener miedo, todo lo contrario. Lo comparte contigo porque su realidad es idéntica. Night in the Woods sirve como bofetada realista y como abrazo comprensivo. Ninguna obra, sea del arte que sea, ha sabido entenderme mejor.
Y no, no me divertí. ¿Cómo voy a hacerlo si Infinite Fall me ofrece un espejo en lugar de un refugio? La imagen que veía no me agradaba. Las mecánicas y el guion de Night in the Woods no persiguen ser divertidos, mucho menos en términos gamer, pero es precisamente ahí donde radica su valía. Hijo crítico de su tiempo, otorga un billete para efectuar un viaje introspectivo. Solo de ida, porque cuando vuelves de Possum Springs nunca eres el mismo, con todo lo que ello implica. Amargo como el café recién molido, Night in the Woods constituye la prueba fehaciente de que los videojuegos no necesitan ser divertidos.
Como arte, esa es tan solo una de las emociones que pueden evocar. La interactividad que los caracteriza hace que sus posibilidades se multipliquen, por lo que sería una lástima limitar a la ludoficción a un único sentimiento conociendo el crisol de sensaciones que son capaces de provocar. Los videojuegos no tienen que ser divertidos para calar en el jugador u ofrecer experiencias inolvidables. De hecho, hay una alarmante invisibilización de los títulos que rompen con el discurso optimista y quieren experimentar con emociones distintas al júbilo.
Esas obras existen, pero se ignoran al no encajar con el ocio bombástico y digerible que tanto gusta consumir. En Every day the same dream (Molleindustria, 2009) somos poco más que una pieza en el puzle capitalista y cualquier intento por desmarcarse y obedecer a los carteles de Mr. Wonderful acaba terriblemente mal. He Never Showed Up (Run Hello, 2013) es un juego de jam que trata sobre una joven que aguarda a su cita ilusionada. Pero esta nunca llega. No propone más que esperar, con diversas formas de prolongar el tiempo en el que somos capaces de negar lo evidente; nos han plantado irremediablemente. Ambos, como Night in the Woods, nos sitúan en roles que jamás pueden ser divertidos. En ellos no somos héroes ni elegidos. Da igual que mejores como jugador o que tu situación personal sea fantástica porque jamás querrán sacarte una sonrisa. Solo una porción de los videojuegos, del arte, busca divertirte. No sabes lo que te estás perdiendo si te cierras a un único tipo de ludoficción, si te niegas a experimentar con aquello que no te produce placer. La vida es mucho más que una sonrisa o que una descarga de adrenalina. Los videojuegos, también.