‘Honey Boy’: los estragos de una turbulenta infancia
Dicen que la vena artística es una ventana a la que solo podemos tener acceso cuando realizamos un viaje de introspección interior. Cuando buscamos los capítulos importantes de nuestro pasado, los buenos, y los no tan buenos. Solo entonces en esa amarga tesitura consigues conectar con el poder que necesitas para romper la soga. Para ahuyentar las voces familiares que te machacaban con ideas de imposibilidad y mediocridad. Al soltar ese rencor, consigues distinguir el camino que tienes por delante.
La figura ausente
Este relato de catarsis espiritual, que puede sonar muy común al leer estas palabras, es el que rodea a la película Honey Boy, escrita por Shia LaBeouf en una suerte de alegato autobiográfico en el que el propio autor expía gran parte de los sucesos nocivos que acompañaron sus años más tempranos en medio de la turbulenta relación con su padre alcohólico y su prometedora carrera actoral. En la película, cuya dirección corre a cargo de Alma Har’el, el mismo LaBeouf decide encarnar la figura del que fue su padre, recayendo el papel del alter ego de su infancia y juventud en un extraordinario Noah Jupe y un actor cuyo saber hacer ya ha sido manifestado en títulos de éxito recientes, Lucas Hedges —Boy Erased, Three Billboards Outside Ebbing, Missouri—.
La exposición personal que lleva a cabo LaBeouf y en la que se desnuda interiormente mostrando la palpitante huella que dejó su relación paternofilial traspasa las altas expectativas que podían concebirse de una cinta independiente alejada de las clásicas ataduras de una producción comercial a gran escala. Establecida en una estructura temporal en dos momentos, asistimos a las causas y las consecuencias extraídas de una influencia tóxica que golpea las necesidades emocionales de un niño talentoso quien, en medio de una selva voraz consumidora como es el mundo del espectáculo, se siente destrozado por la ausencia de un referente paternal que le proporcione el amor y el apoyo que necesita.
La dulzura en imágenes
Este vacío sentimental, conseguido soberbiamente por una interpretación estelar del joven Jupe, se refleja magistralmente en una de las escenas en las que Otis se desmorona tras experimentar cómo es la clase de amor que un niño necesitaría de su padre. Esta búsqueda vital de aprobación y comprensión supone el elemento vehicular por el que transita el film, regalando fragmentos durante el metraje de incalculable valor estético en el que nos llegamos a sentir tan vulnerables como el propio Otis. Cabe mencionar la capacidad de componer momentos tan sutiles y tiernos en las relaciones afectivas que alimentan su corazón —como cuando se funde con Little Q (FKA Twigs) en la habitación del motel en un entendimiento de almas solitarias que se encuentran— que parece improbable que surtieran el mismo efecto si no procedieran del prisma de una visión femenina.
El saber querer
En conjunto, el resultado derivado de los componentes técnicos —la paleta de colores nos conduce por momentos hacia una ensoñación melancólica que parece incluso beber de la obra de Barry Jenkins Moonlight— y narrativos se traduce en una película de autodescubrimiento que navega diestra por la vulnerabilidad de la juventud, la reconexión con aquel padre que nunca estuvo realmente presente, la paradoja de la soledad en medio del estrellato cinematográfico o el abocamiento a la destrucción personal por la carencia de un amor sano que te apoye y te sostenga. Así, vemos cómo Otis repite los mismos errores que cometió su padre en el presente de la mano de la actuación de Hedges.
Sin duda esta obra, a modo de terapia artística, cristaliza en un título indispensable —cuyo reconocimiento aumentará a lo largo del tiempo— que nos transporta a una versión más desprotegida de nosotros mismos —o quizás a una que permanece siempre latente— que solo anhela la seguridad de sentir un afecto que respalde todas nuestras eventuales caídas. Un abrazo conciliador cuando los peores golpes desestabilicen la balanza y los estragos sean ineludibles.