F*** videojuegos en televisión
En Regreso al futuro II hay una escena que ejemplifica a la perfección gran parte del espíritu teórico y práctico de eso que se ha convenido en llamar gamer. Cuando Marty McFly llega al Hill Valley de 2015 (esos coches voladores, esa digitalización, esa pizza enana que explota en un tamaño descomunal en el horno, todo eso que nosotros no hemos visto pero ya hemos dejado atrás), mientras espera que entre su hijo, se percata de que dos niños han encendido una máquina recreativa. «Es el pistolero salvaje», dice, y a continuación, pistola en mano, realiza una exhibición de sus habilidades en el juego; cuando cree que los niños van a saltar de la impresión, estos se limitan a decir: «Si hay que usar las manos. Es un juguete para recién nacidos».
En esa declaración se manifiesta un gran baluarte de la filosofía gamer: videojuegos de usar y tirar, compulsión. A los que habría que sumar otros tantos: rechazo a lo antiguo, competitividad, «Los videojuegos no tienen nada que ver con la política», gamergate, niños rata, etc., y suma y sigue. Gamer en inglés ya se usaba en el siglo xvi como sinónimo de atleta, y en 1981 un periodista de Video Magazine la utilizó para referirse a las personas que se encontraba en unos salones recreativos. Pero a falta de estudios más rigurosos sobre cómo ha llegado hasta la actualidad, me atrevo a decir que su uso es meramente comercial, que ha percolado de las clasificaciones demográficas y de targeting que las empresas de publicidad realizan de la población. Así se vende todo lo gaming, aunque sean unas orejeras.
Juego a videojuegos desde hace treinta años, y no me considero gamer ni miembro de la comunidad gamer. Simplemente juego a videojuegos, igual que leo, escucho música, voy al cine o hago deporte. Y no soy el único. La mayoría de las personas que conozco que juegan a videojuegos rechazan con desdén la etiqueta. Jugadores y jugadoras por más de quince o treinta años, jóvenes que nacieron a finales de los noventa o principios de los dos mil, periodistas del medio, desarrolladores, podcasters… ¡Ni siquiera a los jugadores de e-Sports se les llama gamers! Y todo a pesar de que, según la etimología, es a los que habría que aplicarles el vocablo.
El caso es que también en gente que rechaza la etiqueta de gamer he visto visos de los gerifaltes de la cultura gamer. En más de una y en más de dos. Pero me centraré en una actitud en concreto: la de reclamar un espacio televisivo, como si de una cuestión de justicia se tratase, sobre videojuegos. Y si es en la televisión pública, de rechupete.
No hay que ser muy agudo para recordar las experiencias que ha habido en la parrilla televisiva española, tanto en abierto como por cable. Meras carteleras a horas intempestivas sobre las novedades, programas que hacen lo mismo: repasar novedades, otros con alguna sección tipo «De qué videojuego estamos hablando?». Todos atufados del mismo sentido comercial que la palabra gamer; sin ganas, y sin que dé la gana, de ofrecer una visión cultural sobre el medio. Patetismo por bandera.
La cuestión no es que los videojuegos no se merezcan un buen programa en la televisión, sino si es necesario y cuál sería el formato adecuado. Por un lado, no creo que los videojuegos necesiten un programa televisivo, los medios especializados abundan, y los medios sociales han hecho posible que disfrutemos de podcasts o canales de YouTube que cumplen perfectamente esa función. ¡Hasta podemos ver el E3 en directo en nuestras casas! Y lo hacen sin caer en la artificialidad que destila la televisión cada vez que se le mete entre ceja y ceja crear un programa dedicado al medio.
Por otro lado, imaginemos que sale adelante un programa de televisión dedicado a los videojuegos, en el que lo importante es su valor cultural, artístico si queréis, a imagen y semejanza de los que ya existen o han existido para el cine o la literatura. Y que además es en la televisión pública: ¡en La 2! ¿Quién sería el o la Sánchez-Dragó o José Luis Garci de los videojuegos? Imaginad a toda la pléyade ahí sentada, en un plató con mesa redonda, sin atisbo de figuras ni póster de ningún tipo, dedicando un espacio mínimo a novedades y el resto del tiempo debatiendo sobre tal o cual videojuego para discernir quién es el que más sabe de videojuegos o quién realiza la interpretación semiótica más valiente. Y uno que se levanta y se va, porque no se habla de su libro, o de su videojuego. Podemos rizar más el rizo del esperpento si en vez de humo de tabaco, como el que nublaba el programa de cine de Garci, ponemos sobre el plató cantidades ingentes de Monster y Doritos y hacemos que cada diez minutos alguno de los tertulianos suelte un chiste sobre su escasa experiencia sexual. Y el pope-presentador riéndose a carcajadas mientras mira a la única mujer que se encuentra en la mesa.
No, no creo que los videojuegos necesiten un programa de televisión. Es más, tampoco lo quiero. A estas alturas, y con todo lo que ha llovido en la industria, con gigantes corporativos a la cabeza, entiendo que resulte cínico decir que la naturaleza de los videojuegos es contracultural, pero así es. Una contraculturalidad que, salvo contadas excepciones, ha sido devuelta al medio por los desarrolladores independientes. Pero, oigan, que ahora mismo estoy disfrutando de Devil May Cry 5 y Yoshi’s Crafted World como un sátiro en la región de las amazonas, y ningún problema. Resulta apropiado rescatar las palabras de Ed Rotberg, el desarrollador de Battlezone, cuando recordaba el capítulo que llevó a que su juego se convirtiera en un simulador militar: «(…) los que encontramos nuestro lugar en los videojuegos… Era un tipo de contracultura. No queríamos tener nada que ver con el Ejército y los militares. Yo hacía videojuegos; no quería entrenar a la gente para matar». Recuperar esa esencia debería ser un deber, porque un programa televisivo de videojuegos les daría el golpe de gracia.