Es busca de un canon para las series televisivas
Hace ya varias décadas que la televisión dejó de ser simplemente la que robaba espectadores al cine o la que programaba películas para convertirse en generadora de materiales. Son ahora las cadenas las que producen sus series y sus películas, y ya en algunos casos los cines los que proyectan películas (e incluso series) producidas por servicios de streaming, plataformas bien conocidas por el público que tratan de acaparar los titulares y los medios de comunicación con sus producciones.
Esto no ha sucedido por casualidad, como casi nada. Hace cuarenta años que los narradores televisivos se dieron cuenta de que las series pueden aspirar a una especificidad narrativa propia, así como las películas tienen la suya; y que los productores se convencieron de que puede ser un negocio global tan importante como el cine. Fue a partir de determinado momento, a inicios de la última década del siglo xx, en que se dieron cuenta de que tal cosa era posible, y cuando grandes narradores se pusieron al servicio de la televisión. Todo fue parte de un proceso que tiene su germen en los años sesenta, cuando las grandes productoras estadounidenses y europeas comienzan a invertir más dinero, esfuerzo y riesgo en los contenidos televisivos de sus franquicias televisivas.
Universal, RAI, BBC, TVE, Warner Bros., NBC… se lanzaron a producir telefilmes con grandes estrellas, o con grandes actores, y comenzaron a llamar a realizadores novatos y a directores de renombre para llevar a buen puerto todo ese cada vez más ingente caudal de producciones televisivas. Ya no era necesario financiar una sola película que contase una historia determinada, ahora era posible regresar al antiguo formato del folletín literario: grandes historias que se contaban en sucesivos capítulos, siempre dejando al espectador (o al oyente, en el caso de la radio) en el abismo de un argumento al límite, que en el caso de los seriales de aventuras, tales como El llanero solitario (The Lone Ranger), El zorro, El virginiano o la misma Curro Jiménez, se resolvía siempre casi por arte de magia en el siguiente episodio, con el héroe salvándose in extremis, y el villano siempre pagando por sus fechorías.
La televisión recogía así una muy antigua tradición novelesca del folletín de aventuras y melodramático, en la que enormes éxitos editoriales como El conde de Montecristo (Dumas, 1846), o Madame Bovary (Flaubert, 1857), se publicaban por entregas y llegaban a transportarse en barcos a otros continentes para ser comprados por una ávida masa de lectores. Estas grandes novelas son lo primero a lo que ha aspirado el serial televisivo más primigenio (hablamos de los años treinta y cuarenta), y que luego se ha sofisticado en el último tercio del siglo xx.
Pero esto representa un retroceso en el paradigma.
El cine se erigió en un sustituto eficaz de la literatura (hablamos, por supuesto, de la literatura comercial, de la literatura popular, no de la literatura obra de arte) cuando en este mundo cada vez más industrial y más exigente, en dos o tres horas, por término medio, una película podía ofrecer al espectador una experiencia completa y totalizante, un pedazo de vida que proveyera a ese espectador de otra vida durante un lapso de tiempo, que en el caso de las novelas, por fuerza, es mucho mayor. Antes no había nada, ni radio ni televisión ni cine. Tan solo la ópera podía ser un entretenimiento culto para ciertas élites, y el teatro para las clases populares. Pero la novela por entregas, el melodrama de aventuras, proporcionó a los lectores de materiales narrativos de gran intensidad: una vida vivida dentro de una ficción. El cine encauzó todos esos materiales narrativos en una nueva forma de representación que eclipsó a la literatura y al teatro, y lo hizo con películas que pueden verse en una tarde.
Ahora, sin embargo, hemos regresado al anterior paradigma, el del serial. Se producen series por cientos o miles cada año, y la cosa no tiene visos de conocer un desaceleramiento. El público demanda más y más series, grandes cineastas consagrados se lanzan a producir y/o a dirigir sus propios títulos, grandes estrellas mediáticas las protagonizan e incluso las financian, y hay quien habla (con bastante temeridad, me temo) de que han reemplazado al cine en la representación audiovisual de la realidad. Lo cierto es que hemos vuelto a los relatos por entregas, por capítulos, como las grandes novelas decimonónicas, en los que la experiencia ficcional se divide en varios días, e incluso semanas. Y eso no es casual.
Ante este estado de cosas, ya inmersos en la tercera década del siglo XXI, con unos cuantos títulos extraordinarios ya estrenados y concluidos, ¿cuál podemos decir que ha sido la respuesta de la crítica convencional? Es obligado decir que decepcionante. En muchos casos seguimos como hace cuarenta años, como si siguiéramos sorprendiéndonos del éxito de algunos títulos, de la valentía de ciertas ficciones, de la capacidad de arrastre y sugestión de algunas obras extraordinarias. No sé muy bien por qué sucede esto, pero una y otra vez, tanto en España como en Europa y Estados Unidos, nos estamos cayendo del guindo y es muy raro encontrar voces de peso capaces de interpretar como se merecen, en toda su complejidad, y con todos sus claroscuros, fenómenos tales como Twin Peaks, Lost o Juego de tronos (Game of Thrones).
Esto que está ocurriendo es un fenómeno social, desde luego que sí, pero también es un fenómeno estético, poético y formal de primer orden. No es producto de un azar o de una casualidad, ni es algo pasajero. Los grandes títulos comienzan a solaparse unos encima de otros y es difícil seguir el ritmo a tanta creatividad y a tanto empuje narrativo. Se impone, casi como una necesidad, tomarse esto en serio de una vez. Y eso no significa que se le preste menor atención al cine, sino al hecho insoslayable de que la televisión se merece la misma dedicación y la misma profundidad analítica. Ya no tenemos títulos como Colombo o Se ha escrito un crimen (Murder, She Wrote), trabajos por cierto muy solventes y que merecen todo el respeto, sino que tenemos verdaderas obras maestras que pueden situarse, sin ningún atisbo de duda, al lado de las que se hacen en cine en Europa y Estados Unidos cada década. Ni por encima ni por debajo, pero desde luego al mismo nivel y con la misma importancia.
Es esa la razón primordial de este ensayo y de este libro: comenzar a tomarse las cosas en serio y comenzar a construir un canon similar al que durante siglos se ha intentando elaborar para la literatura o el que muchos estamos intentando formar para el cine. Un canon sólido, objetivado y desarrollado, con el que enfrentarnos a un futuro cada vez más interesante y plagado de nuevas ficciones. Porque esto no va a detenerse.
Este texto es un extracto del preámbulo de La genialidad de las series: El canon de las ficciones televisivas, publicado por Héroes de Papel