‘Digimon: La película’, la adaptación imposible que no sabías que habías visto
Si te dijeran quién dirigió la película de tu infancia, no te lo creerías. Tampoco que dentro de ella había en realidad tres películas muy distintas, encerradas ahora en el interior de polvorientos VHS que duermen en los trasteros de infancias incontables. Ni que dio la vuelta al mundo, con paradas a uno y otro lado del Pacífico, antes de llegar a tu retina y que, por el camino, ganó y perdió muchas cosas. Como tantos otros niños de los 2000, seguramente creas que de pequeño reprodujiste y rebobinaste hasta gastarla una cinta llamada Digimon: La película. Pero te equivocas.
Quienes fueron benjamines en la España de principios de siglo protagonizaron desde la grada un caso paradigmático de trasvase de códigos comunicativos entre Oriente y Occidente. Como consumidores últimos de lo que a este lado del globo se exhibió y editó como Digimon: La película, aquellos precoces espectadores quedaron atrapados en medio de una partida de teléfono roto entre culturas que se ha jugado toda la vida. En un extremo de la pista, la animación japonesa, tan endogámica y porosa a la vez como cualquier otra cinematografía nacional; en el otro, productores estadounidenses con las manos largas, las tijeras afiladas y el convencimiento de que su público local —y entiéndase por local una miríada de pares de ojos de jóvenes de medio mundo— no estaba preparado para, o dispuesto a, entender del todo la sensibilidad nipona. Así fue como la hinchada occidental del anime de criaturas coleccionables más emblemático del cambio de milenio —con permiso de Pikachu y compañía— recibió un regalo envuelto en una caja con doble fondo: hubo película, sí, pero no del todo.
La compañía estadounidense-israelí Saban Entertainment, propietaria entonces de Fox Kids, llevaba más de un año importando a Norteamérica la serie creada por el trío Akiyoshi Hongō, que se encontraba en plena emisión de su secuela, Digimon 02, cuando llevó a los cines en el 2000 Digimon: La película. Una amalgama nacida de la yuxtaposición del corto Digimon Adventure —del mismo nombre que la serie original, aunque aquí la conociéramos sin el apellido—, el mediometraje Digimon Adventure: Our War Game! y el largo Digimon Adventure 02: Part I: Digimon Hurricane Landing!!/Part II: Transcendent Evolution!! The Golden Digimentals. De las tres piezas del puzle, estrenadas por separado en Japón entre 1999 y 2000, las dos primeras las dirigió Mamoru Hosoda, puntal de la animación nipona contemporánea y autor de cintas como La chica que saltaba a través del tiempo o Summer Wars, y la última corrió a cargo de Shigeyasu Yamauchi, realizador de varias de las primeras OVA de Dragon Ball. Sin embargo, en la película que se vio en España no venían estampadas dos firmas, sino cinco, pues a Hosoda y Yamauchi se les unieron durante el proceso de traducción tres rúbricas más: las de la productora Terri-Lei O’Malley y los guionistas Jeff Nimoy y Bob Buchholz.
En esto de las adaptaciones todo el mundo sabe que los yanquis no son de fiar. Sea por la inercia que se amontona en siglos de miradas exotizantes lanzadas desde el primer mundo y casi siete años de ocupación aliada en suelo japonés, sea por el propósito naíf de blindar las molleras de los moviegoers más cachorros ante posibles salidas de tono, el del productor de Hollywood que se desfoga cercenando una película de anime antes de distribuirla en su tierra es un estereotipo más que consolidado. No en vano un empleado de Hayao Miyazaki, el capo del Studio Ghibli, hizo llegar una vez a Harvey Weinstein una catana junto a un mensaje con la respuesta a sus presiones para reducir la duración de El viaje de Chihiro en los pases de los Estados Unidos: «Sin cortes». En cambio, sobre Digimon: La película no han trascendido pulsos entre los poderes creativos a ambas orillas del Pacífico; más bien, los hubo entre quienes pagaban la adaptación y quienes cobraron por hacerla. O’Malley, Buchholz y especialmente Nimoy manosearon a fondo las tres películas, uniéndolas en una sola cinta presuntamente más apetecible al paladar occidental que, salvo por algunos ajustes de traducción, se estrenó tal cual en España. Para ello tergiversaron diálogos, suplantaron narradores, dibujaron entre las historias nexos que no existían y desecharon más de cuarenta minutos de trama que aquí nunca llegamos a ver.
Encontrar las diferencias entre las versiones originales y la adaptación americana no es precisamente un trabajo de arqueología. Para empezar, los estadounidenses plantaron la bandera justo al principio de la película, como colonos marcando tierra evangelizada, con un sketch que precedía incluso a la cartela de Twentieth Century Fox y su inconfundible redoble de tambor. La pieza era en realidad un brevísimo crossover con Angela Anaconda, una serie coetánea de las primeras iteraciones de Digimon creada por Joanna Ferrone y Sue Rose —también madres de Fido Dido, la mascota de 7-Up—; en él, los protagonistas de dicha serie se enfrentaban a una señora de pelo cardado que les tapaba la vista de la pantalla del cine donde habían ido a ver, precisamente, Digimon: La película. En ese espejismo atrofiado de la serie nipona, donde las digievoluciones acababan desembocando en colosos más propios del género kaiju, y en el Digi Rap que lo seguía, una extravagante canción de M.C. Pea Pod y Paul Gordon compuesta para la ocasión, reside la certeza de que durante la travesía de la cinta desde la Toei hasta el reproductor de VHS de la casa de tus abuelos algo se quedó lost in translation.
El primero de los tres tramos de la versión americana, sacado del corto de Hosoda, perdió casi la mitad de su metraje en el camino, pasando de veinte minutos a trece, pero los retoques que sufrió no alteraron tanto el sentido de su historia como en las otras dos partes. La primera pieza de Hosoda —que supuso su debut como director— es, sobre todo, un gran resumen de los que podrían haber sido los tres objetivos principales de la adaptación de Saban. En primer lugar, hacer las tramas mucho más inteligibles para niños, añadiendo una ubicua voz narradora en over que aclarase toda ambigüedad, utilizando diálogos más llanos y superficiales y tendiendo sistemáticamente puentes hacia las series, que los espectadores occidentales ya veían por entonces. Por ejemplo, Sora, una de las niñas elegidas de la primera temporada que aparece en el corto, al ver a su futuro compañero Tai por la ventana dice su nombre, como si se conocieran, cuando el parlamento original —«ese chico…»— no lo sugería. Por otro lado, el remontaje adultera el ritmo de las historias, que se desarrollan a mayor velocidad, con menos momentos de pausa y bajo una banda sonora de rock yanqui bastante más ágil que la música de orquesta original. Estas dos funciones, aunque con efectos igual de palpables, resultan más o menos inocuas en la práctica.
Sin embargo, el choque es mucho más radical cuando los responsables de la adaptación actúan como censores, eliminando escenas que pudieran resultar impactantes o controvertidas para el público infantil o resignificándolas para insuflarles discursos que no estaban en ellas a priori. De la primera pieza, por ejemplo, se recortaron un embate especialmente violento de una pelea entre Greymon y un digimon loro —al que, además, se dotó de una voz que no tenía en la versión original, quizá para humanizarlo— y todos los planos en los que aparecía el padre de Tai y Kari, los hermanos protagonistas del segmento, que regresaba borracho a casa en plena noche.
Las modificaciones introducidas en las otras dos historias que componen Digimon: La película tuvieron más que ver con la necesidad apremiante de Nimoy y Buchholz de convertir más de dos horas de material en un Frankenstein de una hora y cuarto sin reventar la coherencia del conjunto. De todas las técnicas de manipulación empleadas para el collage de Digimon Adventure: Our War Game! —que se encogió de cuarenta minutos a treinta y tres— y Digimon Adventure 02: Part I: Digimon Hurricane […] —de sesenta y cuatro a treinta—, la más efectiva pasaba por cambiar al narrador original del cortometraje, Tai, presente solo en las piezas de Hosoda, por Kari, que sí salía en las tres películas, y extender su comentario a todo el conjunto, cohesionándolo. En la versión americana, Kari establece constantemente relaciones de causalidad entre lo que ocurre en la segunda historia, donde los niños elegidos se enfrentan al digimon-virus Diaboromon, y en la tercera, que gira en torno a un chaval de Colorado —Willy en España, Willis en los Estados Unidos, Wallace en Japón— y su digimon rebelde, Cocomon. La Kari impostora incide una y otra vez en que Willy crea de niño el virus que dispara la trama de la segunda cinta y en cómo ese virus regresa después en la siguiente para enloquecer a Cocomon. Nada de eso está en las películas originales.
A pesar de todos los cambios, el mediometraje resiste bastante bien las estrecheces de la importación.
Por lo demás, el mediometraje resiste bastante bien las estrecheces de la importación: pierde algunos diálogos demasiado complicados para su target y gana, a cambio, un chiste sobre Bill Gates y zumos de hortalizas donde antes había té oolong. Se notan más las tijeras en el último relato, atacado por unas graves lagunas narrativas que restan poder dramático a lo que ocurre en él. El conflicto de la tercera película, protagonizada por los personajes de Digimon 02, se plantea cuando Cocomon hace desaparecer a los niños elegidos de la primera temporada, conectando las dos generaciones y revalorizando el papel en la historia de TK y Kari, que, además de miembros del segundo grupo de héroes, son los respectivos hermanos de dos de los secuestrados. A quienes vieran Digimon: La película en España esto les sonará a chino, pues la adaptación optó por eliminar cualquier rastro de los personajes retenidos y concentrarlo todo en una aburrida explicación de Willy: «Cocomon se está volviendo cada vez más violento. Hace que cualquier persona que se acerque a nosotros desaparezca». Con la inercia de esta trivialización del conflicto central caen detrás otros posibles dilemas, como el que asalta a los protagonistas de la versión japonesa cuando empiezan a comprender que quizá solo puedan salvar a Cocomon haciéndole daño. Lo que allende el Pacífico ocupa montones de líneas de atribulado monólogo interior, en la versión occidental se despacha tan rápido que es Terriermon, el hermano de Cocomon, sufrido e indeciso en el original, quien propone «reventarlo desde dentro».
Pero lo que más sorprende al ver las distintas versiones en paralelo es descubrir cómo la reescritura de Nimoy y Buchholz no quiso dejar de perpetuar los roles de género que el original nipón solo reproducía de forma velada. Como botón de muestra, la tercera película arranca con un repaso de la vida de los niños elegidos de la primera generación, ya mayores: la animación pasa por Tai, que juega al fútbol; Sora, entretenida haciendo un arreglo floral; Matt, que ha cambiado la armónica por el bajo eléctrico…, y así con el resto de integrantes del grupo. El mensaje que se extrae es que han pasado varios años desde la gran aventura vivida en el mundo digital y que ahora cada uno va a su bola. Sin embargo, esa idea no cuajó en Occidente. En la versión que vimos nosotros, la narradora infiltrada a sueldo de los guionistas americanos da otro sentido a la secuencia con su comentario. «Tai sigue obsesionado con el fútbol y Sora sigue esperando que él la llame», espeta la voz espectral. Con menos de una veintena de palabras, el significado de las imágenes cambia profundamente. Más tarde, ya deshecha de cualquier complejo, la interferencia estadounidense alcanza su cénit cuando, para la coda de la película, no se corta en montar juntos cinco planos de Cocomon peleando y darles la vuelta: una pizca de la magia del cine y tenemos al villano de la historia cantando y bailando All Star, el himno de Smash Mouth. Aunque mucho más divertido, este último desbarre demuestra tanto como el sometimiento de Sora al protagonista masculino cuán interpretables y fáciles de tergiversar son las imágenes y cómo los espectadores somos vulnerables a su polisemia hasta extremos espeluznantes.
Si hay culpas que repartir en este asunto, ya hace tiempo que Jeff Nimoy se las quitó de encima. En un principio, la intención del americano que había sido, a efectos prácticos, showrunner de la adaptación anglosajona de Digimon casi desde su comienzo, no era amalgamar las tres películas en una, sino utilizar solo las dos primeras manteniendo a Tai como narrador. Pero en Saban tenían muy claro que la tercera cinta, esa que incluía a los protagonistas de Digimon y Digimon 02 y que, por ende, servía para promocionar las dos series a la vez, iba a entrar en el montaje final. «La trama de Willy se creó para unir esa tercera película con la nuestra, pero nunca terminé de estar contento con el resultado», confesaba Nimoy en 2017 en una entrevista para Moderngafa. «Era confuso e innecesario, pero mis protestas cayeron en saco roto». Las diferencias surgidas entre el guionista —primo, por cierto, del Leonard Nimoy de Star Trek— y la empresa durante la preparación de la película provocaron en última instancia su desvinculación de la franquicia, para la que no volvería a trabajar hasta 2006.
Una de las líneas de diálogo favoritas de Jeff Nimoy de entre todas las que escribió para Digimon pertenece precisamente a esta película. La escuchamos en la tercera parte, cuando Willy y los niños elegidos de nueva generación acaban de conocerse. Los digimon de los segundos forman un corrillo alrededor de Terriermon, que habla para todos. «Y el tipo dice: “Le estaba hablando al pato”», exclama, y el resto de digimon se parten de risa. En el original japonés, en cambio, esa línea no hacía más que subrayar que el acompañante de Willy tenía nuevos amigos. Según explicó en una entrevista para Wrightly So!, Nimoy tomó aquella frase de la punchline de un viejo chiste que, sacada de contexto, siempre le hacía mucha gracia. Fuera porque encajaba con la imagen, por su sonoridad o por mero capricho del americano, la broma pasó el corte y se retransmitió a medio mundo; y resulta irónico, pero funciona infinitamente mejor que el diálogo original. Es menos obvia, más divertida y tiene más matices, más misterio. Como el resto de la película, que en general parece hablar desde una distancia histriónica que al tímpano español le resulta cómoda. Tramposa, es cierto, pero aun así familiar. Hilvanando añagazas como esa última, Nimoy y su equipo levantaron bajo el sello de Digimon un mosaico de vacíos y afonías que ofrecía la cara al milenio rompiente. El de las medias mentiras y las verdades endebles, cocido en una ambigüedad que capturaron involuntariamente los hermeneutas yanquis. En ella pervive su película, pendiente de la liviandad que acarrea construir sobre cimientos que nunca estuvieron ahí, pero asida también a la solidez inmortal y la melancolía de una vieja cinta magnética.
Comentarios (1)
Anónimo
3 marzo, 2021 at 8:58 pm
Excelente artículo. Me encanta que se recuperen hitos de la infancia (para mi es una franquicia muy importante) y que a partir de ellos se creen conversaciones sobre las relaciones culturales y la construcción de la realidad en los medios. Eso sí, hay una frase con la que no estoy de acuerdo:
«Por otro lado, el remontaje adultera el ritmo de las historias, que se desarrollan a mayor velocidad, con menos momentos de pausa y bajo una banda sonora de rock yanqui bastante más ágil que la música de orquesta original. Estas dos funciones, aunque con efectos igual de palpables, resultan más o menos inocuas en la práctica.»
El cambio del Bolero de Ravel por esa banda sonora es un atentado al arte ja ja ja.