Contra el síndrome de Peter Pan: ‘Wendy’
Estoy convencido de que, cuando era un niño, mi nariz estaba mejor educada. Eran mis fosas nasales quienes me anunciaban la llegada del verano. De repente, me despertaba un día de junio cualquiera e intuía que me daría el baño inaugural del estío en la piscina del pueblo. A pesar de que el recinto acuático estaba a trescientos o cuatrocientos metros de casa de mis padres, el olor a cloro era inconfundible. Sin embargo, en la edad adulta he sucumbido a la tiranía de la vista y el oído, como buen y dócil hijo de mi tiempo.
La mitad de los millennials y casi todos los zetas —porque ahora nos toca a nosotros ser boomers y echar en cara a la generación que viene que al menos nosotros peleamos el 15M— somos habitantes del interior. Como animales de madriguera, sabedores de la hostilidad exterior e incapaces de enfrentar el perpetuo conflicto que es el mundo, hemos cultivado una agudeza audiovisual derivada del consumo diario de productos que permiten aventurarse en la realidad desde la distancia y la seguridad que brindan nuestras habitaciones, hábitats cuyo ecosistema es electrónico. De ahí que el morro sólo nos sirva para avisarnos de que quizá el pollo que lleva una semana en el frigorífico está en la fina línea entre comida de aprovechamiento y cólico intestinal.
Wendy (Benh Zeitlin, 2020) es una oda a todo lo contrario, una invitación a recuperar la infancia perdida en nuestro caso y —¡oh, Pérez-Reverte, sal de este cuerpo!— a que en algún momento los zetas la puedan tener. Es una incitación a mancharse, a salir de la crianza en burbujas asépticas, a correr riesgos y aventuras. Con sus imágenes llenas de texturas orgánicas y ferrosas, Benh Zeitlin intenta llevarnos a una sinestesia en la que nuestra hiperexplotada mirada pueda respirar el sudor de las carreras frenéticas de sus personajes, la humedad y la sal del mar, el vapor de un géiser, la capa de polvo y polen que ambienta un bosque o la roña de un hierro oxidado. Olores de camiseta al final del día en la niñez, como la que porta en todo momento la carismática y prometedora Devin France en su rol protagonista que relega a Peter Pan a un segundo puesto en la jerarquía de los Niños Perdidos.
La reinterpretación de Zeitlin del clásico de James M. Barrie me parece revolucionaria más allá del discurso de clase y raza implícito. Hay un tirón de orejas a la melancolía amarga y a la resignación original a la que luego Disney contribuye todavía más. La fuerza de Wendy reside en vencer ese nihilismo pasivo que ve en la fantasía pura evasión y no una fuerza creadora. Se nos propone acceder a la magia a través de este mundo, a partir de agudizar los sentidos que tenemos dormidos, mediante el viaje y la experiencia, no en la imposibilidad de las nubes, a través del descubrimiento y no desde un supuesto aprendizaje perpetrado por unos elegidos. La fotografía da buena cuenta de esta ambición anti-Hogwarts que bebe de la mejor tradición de lo real maravilloso, sucia a la par que llena de luz, bamboleándose entre planos muy cerrados, intimísimos, y unos generales que deleitan a quien goza con paisajes sublimes.
Mientras que Peter es un niño que no quiere crecer cueste lo que cueste, Wendy lo que quiere es aprender a ser adulta sin que su espíritu envejezca. Más madura que el resto de su clan, ella se lanza al peligro sin renunciar al cuidado, consciente de que la aventura no está en un lugar determinado al que no puedes volver Nunca Jamás si llegas a la adultez, sino en vivir con todas sus consecuencias sin perder el sí afirmativo de la última transformación del espíritu nietzscheano. Al fin y al cabo, Peter Pan no es más que un león que ruge contra el dragón de los valores anticuados (Garfio) y contra su rebaño de camellos que cargan con ellos (viejos piratas). Hace falta la síntesis del espíritu del niño, que supera el no rebelde, necesario, por una risa alegre, afirmativa y forjada en el devenir. Que esa actitud sea perenne será voluntad del alma pese a la decadencia de nuestros cuerpos; será cuestión de crecer sin renunciar al olfato.