Archaeogaming: las arqueologías de los videojuegos (I)

6 abril, 2020Daniel García Raso

Que el pasado es ayer es un cliché reproducido hasta el hastío, pero no por ello deja de ser una gran verdad para los historiadores. Es asimismo un axioma al que la arqueología —una ciencia social y natural, experimental y humanista— rinde la debida pleitesía. Es más, para la arqueología el pasado puede ser mañana.

Por eso, entre finales de los años setenta y los noventa se conformó lo que hoy se conoce como arqueología contemporánea, una rama de la arqueología que se encarga de estudiar la cultura material de la historia del siglo xx en adelante. Por lo normal, suele llamar la atención popular, que asocia la arqueología a polvo, ruinas, huesos o tesoros arcanos. Los profanos en materia se sorprenderán al saber que la arqueología ha ampliado enormemente su concepto de cosedad y los ítems a las que ha dedicado ingentes cantidades de artículos, monografías y estudios detallados; incluso ya existen publicaciones académicas especializadas.

La arqueología contemporánea nace en el mundo anglosajón. En Estados Unidos ya existía una tradición académica en antropología de estudiar el folclore, así como estudios multidisciplinares sobre cultura material, en los que se encontraban antropólogos, arqueólogos, sociólogos o historiadores. Pero fue en 1981 cuando se publicó un tomo bajo el título Modern Material Culture. The Archaeology of Us, editado por Richard Allan Gould y Michael Brian Schiffer, que recogía las investigaciones de un simposio celebrado tres años antes. En el mismo aparecían investigaciones sobre el grafiti o la basura, por ejemplo. En 1987, Daniel Miller, antropólogo y arqueólogo británico, publicó una obra muy influyente: Material Culture and Mass Consumption. En la misma, se ponía el ojo arqueológico en la cultura de masas, por ejemplo en los muebles, las golosinas o los supermercados. El propio Schiffer ya en los noventa publicaría dos libros dedicados al coche eléctrico y la radio portátil. En la misma fecha surgió la basurología de William Rathje, el estudio arqueológico de la basura contemporánea, que incluso le ha llevado a ser escuchado en el Congreso de Estados Unidos para dar consejos sobre políticas medioambientales. Todo ello ha hecho de la arqueología no solo una ciencia histórica, sino también social y conductual.

Desde entonces, los estudios de arqueología contemporánea se han sucedido exponencialmente, abarcando casi tanto como se pueda imaginar: Internet, el teléfono móvil, Hello Kitty, los tampones, el windsurf, los murales del conflicto del Ulster, las construcciones del Tercer Reich, cosméticos, tatuajes, operaciones de cirugía estética, reproductores de MP3, las trincheras de la guerra civil española, la decoración mobiliaria de un hogar, los zipos utilizados por los soldados estadounidenses en la guerra de Vietnam, la nevera, los cómics…

Dada su relevancia económica, cultural, tecnológica, mediática y artística, que los videojuegos se convirtieran en objeto de interés para la arqueología era cuestión de tiempo.

En 2011 escribí un artículo para la revista AP: Online Journal in Public Archaeology, que exploraba la visión que de la arqueología y la prehistoria habían ofrecido los videojuegos: «Watching Video Games. Playing with Archaeology and Prehistory». Ya sabéis, Joe and Mac, Tomb Raider o Eternal Darkness, por ejemplo. Y en 2013 llegó la excavación de los cartuchos del videojuego de E.T. de Atari, que, entre otros, fue dirigida por Andrew Reinhard. Un par de meses después de la excavación, Andrew inauguraba su bitácora, Archaeogaming, que le daba un nombre a la futura arqueología de los videojuegos y hacía una declaración de intenciones: «Si un videojuego contiene arqueología en él, vamos a discutirlo. Pero también me gustaría aplicar métodos arqueológicos en la exploración de cómo las culturas dentro de los videojuegos cambian según lo hacen las iteraciones del mismo». Porque para Andrew Reinhard no existen diferencias entre las culturas reales y las culturas digitales. Se iniciaban, así, todos los caminos de la arqueología de los videojuegos.

Lo que Atari creyó enterrar para siempre 

Los cartuchos del juego E.T. the Extra-Terrestrial enterrados por Atari en el desierto de Alamogordo (Nuevo México) nunca fueron, históricamente, una leyenda urbana. Fue Internet, como con tantos otros «misterios» quien los convirtió en tal. En 1983, cuando se lanzaron los cartuchos a un vertedero, no existía la hiperinformación de hoy en día, pero la noticia salió en dos periódicos: «Atari Parts are Dumped» decía un titular de The New York Times el 28 de septiembre de ese año; el 27 de septiembre, un periódico local de Alamogordo, Alamogordo Daily News, titulaba «City to Atari: ‘E.T. Trash Go Home’». Vamos que saberse se sabía que los cartuchos estaban ahí; lo sabían Andrew Reinhard y su equipo y lo sabían muchas más personas.

Fotografía: Megan Geuss

 

El principal problema para los arqueólogos era quitar la capa de cemento que Atari había vertido encima; no directamente sobre los cartuchos, sino sobre la basura que cubría estos. Al fin y al cabo se trataba de un vertedero, y cuando Atari se enteró de que había gente que acudía al vertedero a intentar hacerse con algo de lo que ellos habían desechado, decidió cubrirlo con cemento.

Pero al final se llegó al estrato de Atari; y con sorpresas. Todo se había anunciado a bombo y platillo como la excavación de los cartuchos de E.T., pero cuando se sacó a la luz todo lo que Atari había enterrado, se descubrió que no solo se habían cubierto cartuchos de ese título, sino muchos más, además de consolas y joysticks. Básicamente fue la respuesta de Atari a la crisis del 83. Cartuchos de E.T. the Extra-Terrestrial se encontraron 49, frente a los 179 de Centipede y los 101 de Defender, por ejemplo. En total se hallaron 1300 cartuchos de 40 juegos diferentes; aparte de los ya nombrados, copias de Pac-Man, Missile Command, Space Invaders, Night Driver o Warlords. Más revelador fue el hallazgo de varias Atari 2600, junto con los cables y los joysticks. Lo verdaderamente llamativo fue que los cables de las consolas y de los joysticks habían sido cortados con la intención de que nadie pudiera llevárselos y utilizarlos, lo que según el equipo dirigido por Andrew Reinhard era una muestra muy ilustrativa del comportamiento de las empresas en el capitalismo tardío.

Algunas instituciones, como el Smithsonian Institute, se hicieron con algunos de los objetos para sus colecciones. Pero la mayoría se los quedó el Ayuntamiento de Alamogordo, que suele subastarlos en eBay a precios que oscilan entre los 400 y los 700 dólares. Si alguien está dispuesto a hacerse con uno, hay una prueba infalible para saber si proceden del yacimiento de Alamogordo: tienen que apestar como las posaderas de una mofeta. Según me contó Andrew Reinhard: «Los cartuchos estaban enterrados en un vertedero, y por encima había diez metros de basura. A lo largo de 31 años, muchas cosas se filtraron en ellos. Toda vez que se sacaron del contexto anaeróbico en el que se encontraban y tomaron contacto con el aire y la luz, las bacterias se activaron y crearon un olor fétido y pestilente tan insoportable que deben ser metidos en bolsas de plástico y guardados en un congelador».

La biología y la cultura bailando una danza macabra en la que la economía es la anfitriona.

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