A vueltas con la disonancia ludonarrativa
En los últimos años, un neologismo se ha colado en todas las críticas culturales de los videojuegos, bien en revistas independientes, en los medios tradicionales, en la literatura o en los canales de YouTube: disonancia ludonarrativa. No es de extrañar su novedad, y menos aún que haya usuarios que desconozcan por completo su significado, pues cuenta con poco más de diez años de vida.
Fue en 2007 cuando Clint Hocking, quien fuera director creativo de la extinta y llorada LucasArts, acuñó el término para referirse a lo que según él era una asimetría entre lo que contaba la historia de Bioshock y lo que contaban sus mecánicas. Según Hocking, por un lado, las mecánicas del juego (el poder que otorgan los plásmidos, por ejemplo) nos incitan a abrazar la utopía de Andrew Ryan en Rapture, reflejo digital del egoísmo racional de la filósofa estadounidense Ayn Rand; y por otro, la historia, el guion, nos incita a destruirla ayudando a Atlas. Surge entonces un desequilibrio, una falta de armonía: una disonancia ludonarrativa.
Hocking publicó el texto en su bitácora Click Nothing con el sugerente título de «Ludonarrative Dissonance in Bioshock. The Problem of what the Game is about». Sin embargo, un primer intento de definición más académica no llegaría hasta 2016, cuando Frederic Seraphine, doctorando de la Universidad de Tokyo en semiótica y videojuegos, publicó su artículo «Ludonarrative Dissonance: Is Storytelling About Reaching Harmony?». Entre otros argumentos, Seraphine decía que la falta de armonía a la que aludía Hocking en 2007 entre mecánicas e historia, era en realidad un conflicto entre los incentivos (mecánicas) y las directrices (historia) del juego; lo que producía una emersión, en contraposición a la tan valorada inmersión. A tenor de esto, exponía también lo que algunos diseñadores defendían como la emergencia narrativa intrínseca en los videojuegos como medio narrativo y como género cultural: las diferentes posibilidades (dentro de la libertad limitada que ofrece el medio) que posee un videojuego de ser jugado.
Y para comprender esto no hace falta recurrir a videojuegos de 30 gigas rellenos de scrypts sino que basta con alguno que se contaba por kilobytes. Space Invaders, por ejemplo. En el archiconocido y exitoso juego de Taito de 1978, unos bloques protegen a nuestro avatar de los disparos de los alienígenas, que se van rompiendo según nos atacan. Pero, asimismo, nuestros disparos también lo van destruyendo. No es muy inteligente ni divertido respecto a los incentivos del juego, pero es una posibilidad que ofrecen sus directrices. ¿Cuál? La de dedicarnos a destruir los bloques protectores en vez de acabar con los invasores extraterrestres. Cuando termine la partida tras recibir un ataque enemigo sin protección posible, eso ha sido lo que nos ha contado el juego; esa ha sido su narrativa. En cualquier juego que penséis, aunque creáis que no son narrativos, existe esa realidad. La narrativa de los videojuegos no es la historia o el guion de los videojuegos, sino lo que resulta de la interacción entre mecánicas e historia o trasfondo argumental; cómo evoluciona el hecho ficticio que supone la partida. Por ello, igual en videojuegos es más preciso hablar de ludonarrativa, cuando queremos referirnos a su forma de contarnos lo que pasa dentro de su cosmología, que simplemente narrativa.
El caso es que la disonancia ludonarrativa es bastante habitual en los círculos de las personas que juegan con videojuegos (redes sociales, revistas, crítica, literatura…). También, por qué no decirlo, le confiere aroma de intelectualidad al medio. En este contexto, parece que la aparición de la disonancia ludonarrativa en un videojuego podría significar que se trate de un mal videojuego. En absoluto es así. De hecho, Bioshock, que fue el primer videojuego al que se acusó de disonante ludonarrativo, es considerado una obra maestra. El mismo Hocking advertía de que no es lo mismo un análisis (cuyo objetivo son las personas que compran y juegan a videojuegos) y una crítica (cuyo objetivo son las que trabajan en su diseño y desarrollo), y decía también que de escribir un análisis y no una crítica (como hizo) de Bioshock, lo consideraría una «brillante».
Algunos pensaban que el debate entre ludología y narratología se había superado, con la aceptación de una coexistencia pacífica, pero la disonancia ludonarrativa nos dice que no. Y nos dice también que muchas de las personas que juegan a videojuegos, así como analistas o críticos, quieren seguir observando los videojuegos como una filial del cine y no como un género cultural que, a pesar de que tiene influencias innegables del séptimo arte, la literatura y la música, así como estructuras análogas, posee una idiosincrasia propia. ¿Gran Turismo no es narrativo? ¿Tetris no es un videojuego porque no tiene historia? ¿Bloodborne tiene agujeros en su guion porque Miyazaki decidió contar la historia con retazos y hacer trabajar la imaginación?
La disonancia ludonarrativa, desde otra perspectiva, podría ser más un elemento característico, pero fortuito, del diseño de videojuegos. De hecho ya existían disonancias antes de que Hocking hablara de disonancia ludonarrativa… En su indispensable obra de 2001, Trigger Happy. Video Games and the Entertainment Revolution, Steven Poole exponía las incoherencias del videojuego, y señalaba tres: de causalidad, de funcionalidad y de espacio. ¿No os habéis preguntado nunca porque en muchos juegos de acción podemos volar por los aires un helicóptero pero no podemos hacer lo mismo con una puerta de madera? ¿O por qué un mechero que encontramos como ítem solo enciende una chimenea y no todas? ¿Y qué hay de ese bazuca que ocupa el mismo espacio que una llave en un inventario? En comparación con la realidad, son disonancias, pero nadie las tiene en cuenta. ¿Por qué la disonancia ludonarrativa iba a ser distinta?
Después del texto de Hocking también se han señalado otras incoherencias de los videojuegos, pero no se las ha llamado disonancias ludonarrativas, cuando perfectamente podrían serlo. En 2009, Games and Culture publicó un artículo de Ewan Kirkland titulado «Resident Evil’s Typewriter. Survival Horror and its Remediations», en el que el autor exponía la paradoja de que en la saga Resident Evil, cuyo lore se caracteriza por una tecnología hiperavanzada, para grabar la partida se utilizara una máquina de escribir. Según Kirkland, al utilizar objetos antiguos en un contexto de terror se incrementa, precisamente, la sensación de terror, de lo desconocido… Pero Kirkland no lo veía como algo a superar, sino todo lo contrario, como un recurso poderoso en alcanzar el objetivo ambiental del videojuego.
Resulta obvio que la ausencia de disonancia ludonarrativa engrandece a un título, lo perfecciona. Lo tosco del combate en Silent Hill 1 y 2 agudiza nuestra sensación de indefensión e incomprensión ante la pesadilla que vivimos. La obra de Team Ico y Fumito Ueda se muestra redonda en este aspecto; lo mismo que Florence y Hollow Knight. Son solo unos ejemplos, hay muchos más, y también muchos otros que, en retrospectiva, muestran disonancias ludonarrativas. No obstante, la exigencia de una armonía ludonarrativa es peligrosa para que el medio siga manteniendo su inalienable personalidad cultural. La evolución es necesaria y pertinente, pero si los videojuegos se van a convertir en una réplica exacta de los cimientos estructurales del cine, y no una influencia a tener en cuenta y valorar, me asusta.
Sí, me asusta una dictadura de lo ludonarrativamente correcto. Me asusta que se asiente la idea de que solo los videojuegos con horas y horas de historia y con PNJ por doquier preocupen a los desarrolladores y diseñadoras y a los críticos. Sobre todo cuando el mismo Hocking, en su texto iniciático de la herejía de la disonancia ludonarrativa, decía que «y francamente, solo entiendo a medias lo que digo al escribir esto». Y mientras, se sigue esperando el Ciudadano Kane de los videojuegos…