Vergüenza: esa genial rara avis de la televisión española
Parece cosa de hace cien años. Salgo al patio del colegio en el recreo, con 8 años de edad, y veo a todos mis compañeros jugando al fútbol, uno decía que se llamaba Óliver, otro Benji. Parece cosa de cien años que hace «solo» treinta en España se abrieran tres canales más de televisión, cuatro si sumamos el de pago: Canal +. Y esos canales (juanto a los de Televisión Española) fueron todo lo que había públicamente hasta finales de los noventa. Década en la que en su medianía aterrizó la televisión por cable. Estaban las parabólicas, también, pero ¿quién podía permitírselas?
Durante todo ese tiempo, y el anterior, la televisión española ha luchado contra sus propios demonios en lo que a producciones audiovisuales se refiere. A medias. La televisión es un género cultural con su propio lenguaje, igual que el cine y los videojuegos, y con sus formatos. Mientras que en los programas televisivos (concursos, tertulias, informativos, variedades…) ha mostrado siempre una calidad comparable a la de otros países con más años de profesión (la primera emisión regular en Estados Unidos fue en 1928), la asimetría respecto a las producciones dramáticas ha sido siempre un quebradero de cabeza, a pesar del éxito de audiencia.
Todos sabemos de lo que hablo: series que no se sabe si son una comedia de situación o un drama, olvido del etalonaje que hace que todas las producciones no solo parezcan iguales, sino que, por su color, parecen de la factoría Disney, comedias de situación con capítulos de una hora (incluso algunos rozan la hora y media) de duración, chistes y gags de barra de bar, abundancia de dramas históricos o de época y, sobre todo, nula atención a la influencia del lenguaje cinematográfico. Hay excepciones, claro, Brigada Central, La huella del crimen o las recientes Fariña y La casa de papel (Emmy de por medio) son y fueron excepcionales.
En Movistar + han tomado buena nota de esa negligencia histórica, aunque el pastiche formal siga presente. Lo tomaremos como seña de identidad y no como un defecto. Entre todas las series que ha comenzado a producir el gigante de la comunicación, hay una que destaca especialmente: Vergüenza, creada, escrita y dirigida por Juan Cavestany y Álvaro Fernández Armero. Luis Martínez, en el diario El Mundo, la definía: «El artefacto televisivo, llamémoslo así, más atrevido, anómalo, delirante y cruel (todo en uno) del que ha sido capaz jamás la televisión en España».
No se equivoca. A la batuta de los directores se encuentra un plantel encabezado por dos gigantes: Javier Gutiérrez y Malena Alterio, a los que acompañan otros incombustibles como Miguel Rellán, o histriones poco conocidos pero también espectaculares como Vito Sanz. Pero si la chicha televisiva/cinematográfica la desenredan los actores y creadores con una naturalidad que no solo sorprende, sino que por momentos asusta (¿a quién han podido vender su alma?), no lo es menos el trabajo técnico en el que aspectos como la fotografía, el montaje, la edición de sonido o la iluminación son de matrícula de honor. Entre todos (creadores, actores y técnicos) han creado un producto que, ahora mismo, es inigualable.
Vergüenza no es una comedia de situación, tampoco es un drama. Pero hace reír y por momentos da ganas de llorar. ¿Comedia negra? Quizás. ¿Sátira social? Es posible. Es lo más parecido que existe en la televisión al lenguaje y las formas de Todd Solontz, aunque sin esa inquietante obsesión por los abusos sexuales y la pedofilia.
Capítulos cortos, de media hora, sin risas enlatadas. Imagen cinematográfica, de drama, de The Wire. Un paisaje gris, cenizo, el que desprenden el asfalto, las paredes y la polución de Madrid. Una pareja que trata de salir adelante, de tener un hijo, de progresar socialmente. Pero tienen un problema. Por activa o por pasiva, siempre acaban presos de la vergüenza que provoca su forma de ser. Una vergüenza que se torna ajena. Los creadores (también guionistas) muestran una terrible perversidad a la hora de encerrar a los personajes en su propio sinsabor, en su cárcel de pusilanimidad, y hacen partícipe al espectador. No es exageración. Ved Vergüenza y a ver si sois capaces de no apartar la mirada de la pantalla en los momentos de mayor bochorno. Las escenas te salpican.
El centro de la tormenta es la pareja representado por Jesús (Javier Gutiérrez) y Nuria (Malena Alterio), pero, y aquí entra otra de las genialidades de las nuevas producciones de Movistar +, los arcos narrativos de los personajes secundarios tiene también su protagonismo, para su propia consistencia interna y para refrendar la vergüenza de los protagonistas, que lo impregna todo.
Vergüenza es también la historia de un quiero y no puedo. El quiero y no puedo de una clase media víctima del más catastrófico de los esnobismos. De su falta de identidad también. El anhelo de ser artista sin tener ninguna habilidad o capacidad para ello. El deseo de ser como sus vecinos progres que dan clases de yoga y hablan a sus hijos en inglés. La bajeza de querer devolver un hijo adoptado, invocando una supuesta garantía. El absurdo de querer ser rico sin poder serlo. La pesadilla de compartir la vida con alguien al que en realidad se desprecia más que se ama, y al que poco se desea. También esto salpica al espectador como el peor de los gargajos. No exagero. Las escenas con sexo entremedias en Vergüenza también sofocan; a veces, porque otras te hacen reír a carcajada limpia. Reírte del sexo: hay que ser muy cabrón.
Vergüenza acaba de empezar la segunda temporada. Ya hay una completa, más un especial de Navidad. Esperemos que no decaiga su ritmo, y que no se convierta, tampoco, en un producto sin fin, aunque siempre te queden ganas de más. Y, por favor, olviden el tópico de la caja tonta. La televisión es un medio con tantas posibilidades como el cine, los videojuegos o la literatura, solo hay que saber utilizarlo.