‘Tiempo’: en polvo te convertirás
Solía decir mi profesora de Literatura del instituto —Marioro, gracias por tanto— que la mejor virtud de Bécquer era que sabía condensar temas complejos y obsesiones universales en unos versos de rima sencilla y popular. La habilidad del poeta sevillano residía, pues, en hacer accesible lo difícil, lo cual resulta terriblemente complicado de conseguir. Esto es precisamente lo que M. Night Shyamalan ha conseguido con Tiempo, su última película. Uniéndome sin invitación al equipo de Noel Ceballos y Alberto Corona, añadiré a sus certeras críticas que si el director de El sexto sentido ha hecho poesía, sus estrofas formarían parte de un romance gótico.
Pensemos en El retrato de Dorian Grey, ¿De qué trata? De un burgués vanidoso que odia la vejez y al que le gustaría, parafraseando a Alphaville, permanecer forever young. ¿De qué trata Tiempo, cuyo título original —Old— en realidad hace referencia al paso de Saturno por nuestros cuerpos? De lo mismo, del miedo a los estragos producidos por las agujas del reloj que nos conducen a un fatal destino común. Oscar Wilde hablaba de la imposibilidad final de detener el envejecimiento y la muerte, y de la locura en la que incurre cualquiera que ose intentarlo. Shyamalan, inspirándose en la novela gráfica SandCastles, no sólo hace lo propio con su película sino que lo maximiza hasta la asfixia. Sus personajes sentirán el pavor de Dorian Grey sin disponer de un retrato que absorba paulatinamente las marcas de la entropía en su organismo. Tres familias de clase alta llegarán a una recóndita playa paradisíaca de la que es imposible salir y en la que verán, con impotencia y pavor, cómo sus años de vida se aceleran y quedan reducidos a unas cuantas horas.
El escenario donde se desarrolla la trama es especialmente paradigmático. Unos amenazantes barrancos, absolutamente inexpugnables, cercan la cala a lo Caspar David Friedrich —véase la pintura Acantilados blancos en Rügen— cerrando el camino para los personajes y fascinando la mirada del espectador. Atendemos, una vez más, a uno de los grandes leitmotivs del arte y la literatura del siglo XIX: lo sublime. El horizonte del mar se torna inabarcable. La naturaleza supera la mirada idílica humana y muestra su rostro más terrible. La playa ya no es un remanso de paz sino un reloj de arena que deshace a sus huéspedes. Saltemos de canción para que suene Kansas en la lista de reproducción: all we are is dust in the wind.
La partitura de vaivenes e interrupciones en los planos de Tiempo está cuidadosamente pensada para hacer caer sobre el espectador el peso del cronómetro que atenaza a los personajes. Cuando se reúnen alrededor de un suceso impactante, la cámara gira en el centro del corro en el sentido inverso a las agujas del reloj, apuntando a cada rostro cual híbrido entre cuenta atrás y ruleta rusa. La muerte es una rifa que, tarde o temprano, siempre toca. Conforme va avanzando el film, aumenta la ansiedad, como si de un relato de Allan Poe se tratara. Todo sucede a una velocidad de vértigo, pero Shyamalan se demora al mostrarnos los efectos de la maldición, jugando con nuestro morbo y postergando todo lo posible el estado de envejecimiento en el que se hallan los personajes para aumentar el impacto. Por si fuera poco, la delirante banda sonora colabora en el aumento de las pulsaciones y en el helor de la sangre, como si hubiera sido compuesta tras leer El corazón delator.
La popularidad de los relatos góticos fue tan alta en el siglo XIX que, al igual que sucedió en la siguiente centuria con la ciencia ficción y el género pulp, acabaron derivando en la época victoriana en aquellos pasquines que se podían adquirir por la calle llamados penny dreadfuls, terrores a un penique más orientados a satisfacer la demanda estética de aquel tiempo que en alcanzar altas cotas literarias. Tiempo adolece de algo parecido. Su atractiva premisa y su efectiva ejecución salva un guion que, aunque mantiene una lógica interna de cierta solidez con respecto a las leyes que rigen el microcosmos creado, torpea en ciertos momentos en los que se intenta resolver con razones pseudocientíficas el misterio que envuelve a la playa. Cuando Robert Luis Stevenson escribió El diablo de la botella, no estaba interesado en explicar cómo es posible la existencia de un cristal capaz de retener a un demonio que concede deseos, pues sabía que un lector habitual de cuentos haría un ejercicio de suspensión de la incredulidad y aceptaría el contexto y las reglas ofrecidas en pos de fertilizar la imaginación. De hecho, el exceso de explicación motivado por un ansia de dar un giro sorpresivo al espectador conseguiría un efecto contrario y acabaría siendo insuficiente, cuando lo natural en estas historias es dejar al público en todo momento en ese estado de ensoñación y enigma. Pese a esto, bien es cierto que final de este film, pese a su torpeza, deja un poso de desconfianza hacia el método científico, hacia su cruel racionalidad, lo cual es afín a este tipo de relatos. Si a Mary Shelley le preocupaba en su día el exceso positivista en prácticas como el galvanismo, técnica con la que se buscaba la reanimación de los cadáveres y que acabó inspirando el método de creación del monstruo de Frankenstein, no es de extrañar que Shyamalan opte por una crítica, quizá algo exagerada, a ciertos sucesos que nos atañen hoy día y que hemos aceptado con demasiado agrado.
Si continuamos con la siempre ingrata tarea de poner en relieve las debilidades de una obra, ocurre también que los personajes están construidos de manera algo endeble, siendo portadores de líneas de diálogo por momentos obvias, demasiado subrayadas y hasta bobas. Sin embargo, no podemos achacarles una mala evolución, puesto que se encuentran adheridos a una situación extraordinaria que no les permite un cambio gradual. En este sentido, su desarrollo precipitado es coherente con la propuesta por necesidad. Los arquetipos mostrados, si bien no son dibujados con sutileza, cumplen con su objetivo de retratar la sordidez en la que a menudo caemos presa de nuestros impulsos más bajos. Si volvemos a los ecos de la obra de Stevenson, uno no puede sino pensar en que el matrimonio más opulento, conformado por un prestigioso cirujano de instinto asesino creciente y una modelo vanidosa, recuerda en lo macabro de su abrupta transición a la demencia a historias como El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde o Janet, la del cuello torcido respectivamente.
En cualquier caso, las flaquezas mencionadas no consiguen hacer palidecer las virtudes de la película. La narración en imágenes de Shyamalan, la potencia de su poesía visual, nos lleva más allá de lo expresado textualmente. Como el mejor romanticismo gótico, consigue que lo que acontece en esa playa marchita nos lleve a los temores y obsesiones más arraigados en el alma humana: el miedo a la decrepitud, la enfermedad, el delirio y la muerte. Y no sólo nos hace consciente de la fatalidad, sino de cómo hacerle frente y aceptarla. Al fin y al cabo, sólo el enemigo reconciliado es finalmente vencido, diría el ilustre Schiller. Siguiendo esta estela, solo el amor de Margarita pudo salvar al Fausto de Goethe. Queda para el recuerdo, por tanto, la imagen de Gael García Bernal y Vicky Krieps encarnando a una pareja de ancianos prematuros que observan la insondable belleza del horizonte marino, felices de estar juntos pese a todo a la hora de llenar un último e implacable minuto.