Raíces biológicas del (video)juego
El juego como conducta cultural ha recibido bastante atención desde distintos campos científicos y del conocimiento —antropología, arqueología, psicología, historia, sociología—. Una atención que se ha traducido en un corpus teórico de clásicos en el que hay nombres y obras que son ya ineludibles —Stewart Culin, W.H. Holmes, Johan Huizinga, Walter Benjamin o Roger Caillois— para todo aquel que se adentra en los Game Studies, en el estudio académico del videojuego. Pero ¿somos los únicos animales que juegan? En absoluto. La biología y la etología también han investigado y observado el juego en otras especies animales distintas a la nuestra, conducta que guarda relación directa con el hecho de que desde hace ya más de veinte años se observe que otros animales poseen también cultura. No obstante, existen diferencias cualitativas importantes entre unas y otras, por lo que quizás sería más prudente, a falta de una evidencia mayor, hablar de cultura humana y cultura no humana.
A muchas personas les llamará la atención que exista una cultura no humana, y también que nos refiramos a la humanidad como animales. Pero esta última es, quizás, la aseveración más indudable que la ciencia se encuentra en condiciones de realizar: que el ser humano es un animal. Muy especial, por supuesto, pero dicha condición animal es inextricable de nuestra unicidad.
Tal hecho no conlleva la asunción de un tipo de pensamiento sociobiológico y que nos desentendamos de la responsabilidad moral y ética que la evolución ha puesto en nuestras manos; sino que se debería traducir en aceptar, sin miedo y sin dogmas antropocentristas, que el camino que llevó a la aparición de nuestra especie y nuestra cultura se desarrolló a partir de una raíz biológica. Al fin y al cabo, los principios que rigen el funcionamiento de la sangre, de los órganos vitales, del cerebro o de la genética son los mismos para los seres humanos que para otros seres vivos. De hecho, el estudio de las leyes de la genética que inició Gregor Johann Mendel partió del análisis de plantas.
Los seres vivos no somos una creación, no fuimos diseñados por una entidad superior: nos guste o no somos fruto del azar que rige la evolución y las leyes del universo, esclavos del caos, la entropía y la estocástica; sumisos de una libertad que pocas veces comprendemos en todo su significado… Y no debe asustarnos admitirlo, del mismo modo que tampoco debemos vacilar al asegurar que existen diferencias cualitativas —a día de hoy insalvables— entre la conducta y la biología de los seres humanos y la del resto de los animales, igual que las que se dan entre otros mamíferos y los insectos, o entre estos y las plantas. No obstante, tampoco ha de asimilarse como una jerarquía que va de lo peor a lo mejor. La evolución no ha construido productos de mercado, sino organismos que se han podido adaptar con mayor o menor eficacia, y a los que la selección natural ha hecho sobrevivir.
Pero volviendo a lo que más nos interesa, el juego: ¿Qué nos puede enseñar su estudio en otros animales sobre nuestra conducta con los videojuegos?
Cualquier persona que cuente con un animal que le haga compañía sabe que el juego es una actividad a la que dedican mucho tiempo. Juegan entre ellos, solos, con las personas, con un objeto: el perro que te trae la pelota, el gato que juega con el ovillo… Y es algo que fue muy evidente para los primeros naturalistas de la Antigua Roma como Plutarco, Claudio Eliano o Plinio el Viejo. Lo que no resulta tan indiscutible es su importancia desde un punto de vista biológico, sobre todo porque la biología muchas veces no ha puesto el mismo esfuerzo en estudiar el juego que otros aspectos de la vida y los organismos que la poseen.
La mayoría de los mamíferos jóvenes juegan, pero progresivamente se han conocido observaciones de escenas de juego en aves y peces, incluso en insectos y cefalópodos. En todos los casos, el juego es definido por cinco criterios que Kerrie Lewis Graham y Gordon M. Burghardt sintetizaron en un artículo de revisión en 2010: 1) no parece cumplir una función específica en el contexto en que aparece; 2) es espontáneo, placentero, gratificante y voluntario; 3) se diferencia de otros comportamientos en la forma y en la coordinación del tiempo de vida (es decir, aparece pronto, antes de que el animal se enfrente a problemas más difíciles); 4) se repite; y 5) se inicia con total ausencia de estrés.
Alguna de estas características coincide con las expuestas por Johan Huizinga para el juego en Homo ludens, por ejemplo, en que es espontáneo y libre, sin estrés y que se repite en el tiempo. Pero en otras difiere por completo, ya que mientras desde la biología o la etología no se puede afirmar que el juego tenga una función específica —no al menos de manera sistemática—, el historiador holandés concebía el juego como una actividad cargada de significado; un significado que, además, guardaba relación con alguno de los aspectos más serios de la cultura humana.
Dicho esto, cabe preguntarse qué animales no humanos juegan y qué finalidad o función cumple el juego en ellos.
El juego está fuertemente desarrollado en primates, roedores, carnívoros felinos o caninos y de otros tipos, ungulados, elefantes y cetáceos. Pero muchos otros también han sido observados jugando: erizos, musarañas, topos, cerdos hormigueros, aves, murciélagos e incluso pulpos. En todos ellos, la razón de ser del juego se enmarca en diferentes finalidades y beneficios, aunque a veces no existe evidencia suficiente que apoye tales propuestas. Así, se ha querido ver en el juego un entrenamiento físico que ayude a desarrollar y mantener habilidades motoras o una forma de prepararse para eventos inesperados y futuros a los que las distintas especies tengan que enfrentarse. También, especialmente cuando el juego lo llevan a cabo individuos jóvenes, este se ha hipotetizado como una forma de práctica de alguno de los comportamientos del repertorio conductual de los individuos adultos.
Muchos videojuegos, como los de conducción, podrían cumplir esa función de práctica de cara al futuro; de hecho, solo hay que recordar la prueba psicotécnica para la obtención del carné de conducir, tal vez uno de los videojuegos más difíciles que existen, especialmente por su sistema de control. En general, además, cualquier videojuego ayuda a entrenar la capacidad óculo-manual, imprescindible para el manejo de vehículos.
En este sentido de entrenamiento, una observación muy importante —aunque como otras tantas de carácter anecdótico— fue realizada por el primatólogo Christophe Boesch, que presenció cómo una cría de chimpancé de Pan troglodytes verus era corregida por su madre mientras intentaba hacer lo que ella hacía: utilizar piedras para romper la cáscara de un fruto seco, comportamiento por el que son conocidos los chimpancés del bosque Tai, en Costa de Marfil. La cría, llamada Sartre, acompañaba a su madre mientras esta estaba inmersa en la tarea de romper la cáscara de los frutos secos y trató de imitarla jugando. Pero colocaba mal el fruto y no lo golpeaba de manera correcta, por lo que su madre, Salomé, cogió el fruto y lo reposicionó en su forma idónea. No obstante, y como se ha señalado, esta observación, aunque llamativa, no se ha vuelto a registrar; y si bien es muy importante desde un punto de vista heurístico, no permite extraer una conclusión firme acerca de la finalidad del juego como práctica para anticipar el enfrentamiento a futuros comportamientos o habilidades —en este caso, procurarse alimento—.
Del mismo modo, se han propuesto numerosos beneficios sociales o ventajas que los animales no humanos pueden obtener del juego, especialmente del juego social: mejorar habilidades sociales, reforzar lazos sociales, reducir la agresión, aprender y promover comportamientos cooperativos e, incluso, estimular la reciprocidad o el altruismo. Pero como en otros casos, la evidencia para apoyar estas hipótesis es muy limitada. Por lo mismo, no deja de ser llamativo que en una de las primeras revisiones que se hicieron sobre los mitos conductuales de los videojuegos —que hacían más agresivos a los niños, los convertían en individuos asociales o limitaban su imaginación, por ejemplo— llevada a cabo por el psicólogo clínico Juan Alberto Estallo y sintetizada en su obra Los videojuegos: juicios y prejucios (1995), este concluyera que no solo esos mitos eran falsos y prejuiciosos, sino que, por el contrario, los videojuegos podrían ayudar a reducir la agresividad, fomentar los lazos sociales y potenciar la imaginación.
Si hay una idea básica que debemos retener del juego en animales no humanos es que nuestro juego proviene de él, aunque como indicaba Huizinga, el juego es uno de los pilares que sostienen la cultura humana y supera lo meramente biológico y físico; es decir, se ha dado un salto cultural tanto cuantitativo como cualitativo. Pero millones de años antes de que pudiésemos pasar una tarde con nuestras amigas y amigos jugando un tablero de Mario Party o un blanco del mono en Super Monkey Ball, nuestros ancestros biológicos y otros animales ya practicaban —o lo siguen haciendo a día de hoy— una forma primigenia de juego. El juego, así como la cultura, se revela para la humanidad como un fenómeno con raíz biológica, aunque el hecho de que seamos el animal cultural por excelencia lo haya transformado hasta tal punto que ya no solo jugamos entre nosotros o con cosas, sino solos y a través de cosas, como un ordenador, una videoconsola o un teléfono móvil.
A lo mejor alguien se ha preguntado si los animales no humanos han jugado alguna vez a videojuegos. La respuesta científica es no: los animales no humanos no juegan a videojuegos. Pero la respuesta anecdótica es sí: hay un animal que no es humano y que ha jugado a un videojuego. Se llama Kanzi, es un bonobo y en una de sus numerosas y sorprendentes muestras de capacidad cognitiva se ha echado una partida a Pac-Man. Kanzi es un caso excepcional, pues ha sido criado por humanos (que además han estimulado constantemente su conducta exponiéndole a numerosas pruebas). Pero su ejemplo refuerza la afirmación realizada anteriormente: que la raíz de la cultura y del juego es biológica.
En nosotros, los videojuegos encierran, no cabe ninguna duda, una complejidad y un simbolismo que nos hacen apreciar una brecha abismal entre la evolución del juego humano y el no humano. Todo ello pese a que la realidad observada nos invite a cuestionarlo continuamente, pues incluso en muchos animales no humanos se ha observado que evitan volver a jugar con quienes han hecho trampas: ahí los tenéis, los camperos originarios.