‘Primal’: ¿para qué sirven las palabras?
Sobre una palabra puede erigirse una civilización. Así nació lo monosilábico: yo, tú, Sol, él. Pero cuando ni siquiera esto era posible imaginarlo, ¿existían rasgos que fueran indicio de nuestra futura sabiduría? El viaje que propone Genndy Tartakovsky en Primal es un recorrido por las etapas del instinto: comer cuando se está hambriento, beber cuando la sed debe ser saciada, dormir cuando las heridas precisan de tiempo para sanar. En ese tiempo y ese espacio, que nunca son seguros, ¿sirven acaso las palabras para dar calor, para iluminar ciertas oscuridades selváticas? La nueva serie de animación del director moscovita es, ante todo, una odisea contra la soledad, la lucha cada vez más brutal para mirar alrededor en el camino y observar que algo o alguien te acompaña. Y no es tu sombra.
La imposible historia de un troglodita —llamado Spear, Lanza en inglés, y que está basado en un anterior diseño de Tartakovsky que aparecía en El laboratorio de Dexter— y una hembra de tiranosaurio —Fang, Colmillo, aunque ninguno de los nombres se llega a mentar en la ficción— es una entelequia salvaje donde el único lenguaje que se habla es el de la sangre, las garras y las vísceras. Se ampara en una mudez —de una fauna y una flora, por otra parte, locuaces en su sigilo— que insta al espectador de turno a dejar desocupados los huecos que tendría en cualquier otra serie una mínima frase. Y lo hace mediante el uso del espectro audiovisual en todas sus variantes: desde el primer minuto de la función un tiro de cámara ágil ya se percibe como parte de una persecución y un ruido de hojas en el fondo sonoro pone sobre alerta los sentidos.
Primal, un proyecto de Adult Swim, la división de Cartoon Network para, valga la redundancia, su contenido más adulto —y que en España tiene su primera temporada disponible en HBO, aunque ya está confirmada la segunda—, es un puñetazo a Pixar y a una de sus obras menores, El viaje de Arlo, precisamente algo parecido a lo que Tartakovsky pretendía hacer en un principio pero que viró hacia un barbarismo mucho más acorde a un hombre de las cavernas y un dinosaurio que cazan, que gruñen y que se convierten en cómplices por los usos más rudimentarios de la ira, la fidelidad y la venganza.
Es curioso comprobar que, además, hay otra simetría entre la producción de Tartakovsky y la única película que dirigió Peter Sohn para Pixar: ambas necesitan de un arranque que implique muerte y trauma para inyectar en sus protagonistas la pulsión de moverse. Pero mientras que el largometraje utilizaba esta premisa para crear un par de protagonistas dóciles, más testigos del mundo que actores de la realidad que se mostraba, buscando un final que cerrara un círculo de aprendizaje, la serie no persigue la heroicidad en ninguna de sus formas, sino que se contenta con seguir silente una cruel buddy movie. Esta se inicia con el desamparo de ambos y continúa, en capítulos autoconclusivos de 20 minutos, por los derroteros a los que lleva la sempiterna derrota que supone la pérdida de un ser querido, pero, a su vez, la furtiva alegría de tener un hombro sobre el que llorar.
En esta Prehistoria asesina y de una vileza que atosiga, y quizá más en un producto extemporáneo por saberse ajeno al mundo (actual) que lo rodea, la comunicación que proporciona el grito adecuado o la mirada oportuna del reptil son más que suficientes. La reducción al mínimo común de sus expresiones es, quizá, tanto una manera de posicionarse ante la audiencia moderna —cuya capacidad de atención, no hay que obviarlo, se ha visto mermada por las nuevas tecnologías— como una oda al poder comunicador de la imagen usando códigos descifrables por cualquiera.
Porque en realidad esa es la base del instinto, aquello que creemos haber olvidado como especie y sin embargo sentimos más común y más cercano en los momentos en los que nos sentimos impelidos hacia las urgencias de seguir vivos. Por eso se sigue hablando de historia universal cuando se habla de series como Primal: porque a pesar de que en algunos episodios caiga en escenarios místicos, viciados de fantasía pleistocena, la sobriedad de su propuesta, que incide como una lanza en la emoción del espectador —algo a lo que ayuda su montaje— y sabe lo que quiere contar y cómo, no se inmuta. Y eso, claro, a veces deja sin palabras.