Piratería como arma de guerra

22 julio, 2022Nacho M. Martín

Las relaciones internacionales —las grandes cuestiones del sistema internacional en materia política, económica, diplomática y jurídica—, en un mundo tan sumamente globalizado e interconectado, tienen injerencia en la vida de los ciudadanos de cualquier Estado —incluso en naciones autárquicas/aisladas como Corea del Norte o Cuba—, ya sea a la hora de pagar la cesta de la compra, ejercer su derecho al voto en unas elecciones regionales o incluso en su consumo cultural.

Estudiosos de estas relaciones internacionales han incidido en que, más allá del aspecto político o diplomático, lo que realmente está moviendo al mundo es la vertiente económica. Es decir, que tienen mayor peso las negociaciones y las transacciones de las grandes corporaciones y organizaciones económicas que cualquier relación internacional que protagonice un estado soberano, que cada vez va menguando su intervención.

Esta corriente, denominada neoliberalismo, se hizo fuerte tras la caída de la Unión Soviética y el fin de la Guerra Fría —lo que Francis Fukuyama llamó «el fin de la historia»— al sobreentender que, con la no existencia de bloques, los actores internacionales asumirían, como indica el paradigma estructuralista, un sistema capitalista mundial con sociedades dependientes y desiguales —fruto del subdesarrollo de algunos actores y la dominación de otros—.

Sin embargo, las vicisitudes que vivimos en los últimos años, con estados como China haciéndole sombra a Estados Unidos con sus mismas reglas de juego —el capitalismo— y haciendo ver que el llamado poder blando —soft power—, que realiza al ser mayor ostentador de deuda extranjera —que luego intercambia por libertad de aranceles hacia sus productos—, es sumamente eficiente, o Rusia argumentando que su espacio territorial vital —el famoso concepto de Lebensraum utilizado en su día por Adolf Hitler— está siendo amenazado y que le toca responder, han dejado ver que la visión neoliberal o estructuralista está en entredicho.

De hecho estos últimos acontecimientos, pueden llevarnos a pensar que las relaciones internacionales vuelven a regirse por el neorrealismo, corriente de pensamiento que tomó fuerza tras la Segunda Guerra Mundial, y la polarización del planeta en dos bloques, en las que los estados, el interés nacional y la importancia del poder tienen el protagonismo principal.

Así, si nos detenemos en la Rusia como actor internacional, el discurso de Vladimir Putin, quien lleva gobernando el país desde el año 2000, es el de que Rusia, de manera inherente, debe conservar un status de gran potencia, y todo lo que ha venido sucediendo en los últimos 20 años, como que los estados otrora en la órbita de influencia rusa —países bálticos y los países de Europa del Este— hayan ingresado en la Unión Europea y en la OTAN, es para el Kremlin una clara amenaza a su seguridad nacional y una llamada a una reacción contundente.

Esa reacción se ha visto en las intervenciones rusas en Moldavia —apoyo a los separatistas de Transnistria—, en Georgia —apoyo a los separatista de Abjasia y Osetia del Sur—, su papel en la guerra del Alto Karabaj —donde apoyaba a Armenia en su guerra contra Azerbaiyán, aliado de Turquía y, por lo tanto, de Estados Unidos— y, cómo no, en Ucrania —primero con la anexión de Crimea y el apoyo a los separatista del Dombás, y ahora con una invasión en toda regla—.

La última actuación de la Rusia de Putin, que muchos tildan de imperialista —no obstante, no hay nada más realista o neorrelista que usar el poder de la fuerza para garantizar el interés nacional de un Estado—, ha sacudido enormemente la situación internacional y, si bien no hay intervención directa, tanto la Unión Europea como Estados Unidos y sus socios de la OTAN han tomado cartas en el asunto apoyando logística y económicamente a Ucrania, reduciendo sus relaciones comerciales con Rusia —del que se pensó que podría llegar a ser un socio estratégico— e imponiendo medidas y sanciones para ahogar a la economía rusa.

A estas sanciones de determinados países se une la medida de muchas empresas que, al entender que las actuaciones del gobierno de Putin van en contra de sus valores y de su cultura empresarial, han decidido abandonar el país y negarse a vender sus productos en la región hasta que termine esta crisis diplomática. Así, desde los sectores más diversos, grandes marcas han terminado su presencia en Rusia, desde empresas alimenticias y cadenas de hostelería como Coca-Cola, Starbucks o McDonalds, sector del motor como Toyota, Mazda o Volkswagen, tiendas de ropa como Zara, Adidas o H&M, empresas de entretenimiento como Spotify, Netflix o HBO hasta Ikea o Visa, pasando, como no, por empresas del sector tecnológico y desarrolladores de videojuegos.

Estas medidas han tenido un fuerte impacto en la economía de Rusia, reduciendo el valor del rublo por debajo hasta del Robux, la criptomoneda de la plataforma de juego online Roblox. De esta manera, el Kremlin está haciendo verdaderas labores de ingeniería económica para reaccionar y poder paliar a las sanciones de cada industria, a excepción de la de los videojuegos donde ha encontrado la solución en una actividad ilegal a tenor de muchos: la piratería.

Y es que, a principios del pasado mes de marzo, el diputado de la Duma estatal Dmitri Ionin, propuso desbloquear RuTracker, un rastreador de torrents, con el objetivo de que los ciudadanos rusos tengan acceso a las películas y videojuegos de las compañías que se niegan a comercializarla en territorio ruso.

Esto ha germinado en una disposición del Kremlin que permite que sus empresas usen IP de compañías ubicadas en otros países sin tener que pagarles así como el desbloqueo de los sitios de torrents para facilitar a los ciudadanos que accedan a contenido pirateado sin tener que temer a ningún tipo de repercusión legal.

El hecho de que compañías como Sony, Microsoft, Nintendo o Ubisoft no comercialicen sus productos en Rusia a priori se podría entender que la piratería en suelo ruso no les va a afectar —ya que si no venden allí por decisión propia no tiene por qué haber menoscabo económico— pero nada más lejos de la realidad, porque que en un territorio con más de 145 millones de habitantes tenga permitido la piratería quiere decir que la difusión ilegal de los videojuegos puede crecer exponencialmente en servidores torrent, servidores que —ya sí, de manera fraudulenta— pueden acceder usuarios de otros países, por lo que el daño económico a las desarrolladoras puede ser inestimable.

En suma, los acontecimientos recientes están moldeando el panorama internacional y, sin saber si estamos viviendo un resurgir del neorrealismo y del mundo dividido por bloques, los países van utilizando todas las herramientas en su mano para garantizar sus intereses nacionales ya sea desde la adquisición de la tecnología bélica más puntera hasta permitir que sus conciudadanos se descarguen libremente el nuevo juego de la Switch.

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