‘Las niñas’ y ese tiempo perdido llamado adolescencia
A veces, dada la inmediatez ideológica de la contemporaneidad, posmodernidad, capitalismo tardío o cualquier otra denominación habida y por haber que se utilice para definir nuestro presente, pasamos por alto realidades culturales que deberían ser objeto de una mayor atención.
Por ejemplo, la adolescencia. Se trata de un periodo en el desarrollo vital del ser humano que es exclusivamente contemporáneo; ni siquiera moderno, si entendemos el comienzo de la Modernidad sensu stricto, esto es, el siglo XV. La aparición de la adolescencia fue un invento de la sociedad contemporánea, como apuntó el escritor y periodista musical Jon Savage en Teenage: la invención de la juventud, 1875-1945, un libro que terminaba con un principio —primera frase de su ensayo— y que, entre otras cosas, apuntaba cómo la prehistoria de la adolescencia se dio en las décadas anteriores para asentarse después de la Segunda Guerra Mundial en Estados Unidos y Europa; una obra que sintetizaba «la tensión entre la fantasía y la realidad de la adolescencia». A mediados del siglo XX, en España aún no era extraño que una chica de 15 años de una zona rural se marchara de su pueblo, dejando atrás a sus padres y amigos, para irse a trabajar a Madrid o a una capital de provincia. Algo que hoy nos resulta inconcebible, prueba fehaciente de que de la niñez se pasaba sin cortapisas a la edad adulta; porque no hay nada más adulto que el trabajo asalariado.
Las niñas, la puesta de largo de Pilar Palomero ante el cine español, y que cuenta con 9 nominaciones a los Goya, perfila un retrato costumbrista, sin efectismos, del ritual de paso, tan contemporáneo como tribal, de la niñez a la adolescencia. Desde la historia que se nos cuenta hasta la manera de hacerlo todo se nos transmite con una escrupulosa sobriedad; ni rastro de música incidental, verbigracia.
Hubiera sido fácil caer en el dibujo de los excesos que supone empezar a ser mayor, como hiciera el enfant terrible Larry Clark con Kids, donde las drogas, la violencia y el sexo, con la omnipresente amenaza del sida, nos conducen a un giro al infierno venéreo. Pero la obra de Palomero, en la que esos peligros están también presentes, ha elegido el camino de la ternura y la insinuación en detrimento de la explicitud y la agresividad. En esto, por coger otro ejemplo del país de las barras y las estrellas, Las niñas se sitúa más cerca de En los 90, esa sorpresa que nos dio Jonah Hill en 2018, pero con una diferencia significativa: el protagonismo no recae sobre un chico que comienza a parar con los mayores, sino en una chica.
Tal vez sea porque me hago mayor, pero una aproximación como la de Las niñas la disfruto con mayor apetito cinematográfico: con una impasibilidad pasmosa es capaz de transmitir todos y cada uno de los matices de esa tensión entre fantasía y realidad de la adolescencia a la que se refería Savage, una tensión que los planos nos muestran en forma de ritos por los que la protagonista, Celia —atención al nombre de Andrea Fandós, que auguro nos dará muchas alegrías en un futuro no muy lejano—, y sus amigas van pasando. Porque como decía, Las niñas se centra en la percepción femenina de ese tránsito, de ese estado vital exclusivamente contemporáneo que para algunos es ya una edad de oro perdida. Los peligros habituales siguen muy presentes, pero Pilar Palomero rechaza explotarlos desde lo pornográfico para sugerirnos su ambivalente presencia: la de la atracción —la fantasía— y la del peligro —la realidad—.
El punto de partida no es nada original, ni falta que hace. Una chica nueva llega a clase, más crecida y más desarrollada que el resto, que viene de una gran ciudad e incluso ya lleva sujetador. Celia, al ir conociéndola, va descubriendo que ya no es lo que era, que algo está cambiando, no solo en su interior, también en su cuerpo. La hermana mayor de otra compañera de clase y sus amigas se convierten en la excusa para lanzarse a conocer, sin saber aún muy bien qué representa, esa transformación a la que se ve arrastrada sin remedio. Es mágico, es fantástico, es inexplicable… pero le está sucediendo y comienza a hacerse preguntas no solo sobre ella misma, también sobre su familia, que es otra puntilla más para su inocencia.
Pilar Palomero se ha revelado como una maestra de la microelipsis, tanto para transmitir genuina felicidad como total abatimiento, una acertada metáfora en imágenes y sonidos del caos psicológico, hormonal y del comportamiento que comienza más o menos a los 11 años y hoy en día es capaz de prolongarse hasta los veinticinco. A veces, esa felicidad y ese abatimiento golpean con una sutil violencia al espectador, como la escena en la que vemos a Cristina —Julia Sierra, tampoco hay que perderla de vista—, la de aspecto más infantil, beberse un vaso de licor de un trago mientras juegan a Yo nunca… Pensar que Pilar Palomero ha dirigido a todas las niñas sin que estas hayan leído su guion es una razón más para pensar que la cinta se merece todas y cada una de las nominaciones a los Goya, los Feroz y los Forqué de este año.
Pero Las niñas no es solo una película de adolescentes lo es también de una época, los años noventa, en concreto 1992. El año de las Olimpiadas y de la Expo, puerta de España al mundo, fecha en la que en nuestro país el totalitarismo moral católico aún pervivía en eso de vivir en sociedad. En la que una madre soltera aún era vilipendiada por las maledicencias de corrillo de portal. En la que el miedo al sida era tan abrumador como el que hoy sentimos a enfermar de COVID-19. En la que llevar una chupa vaquera y entrar cuanto antes en las discotecas eran lo más. En pensar que te pidieran rollo o te dieran una vuelta en moto. En grabarte cintas de música si tenías una radio de doble pletina. En pintarte los labios por vez primera. Que te ofrecieran una calada. La primera bofetada, la que más duele. O enterarte de que has estado viviendo una mentira provocada por algo peor; lo más hiriente, lo que hace que la tensión entre fantasía y realidad se desboque y haga volar por los aires lo que queda de esa dulce niña.