La magia de las dos dimensiones
Supongo que nos ocurrió a todos los que comenzamos a jugar a videojuegos en la época de los 8 y los 16 bits. Especialmente cuando se pasó de un octeto a dos; y más aún cuando aterrizaron los gráficos poligonales y en tres dimensiones. Hablo, claro está, de cómo gustábamos de imaginar lo que la evolución tecnológica nos iba a traer en un futuro no muy lejano. Soñábamos con gráficos realistas, con un cel shading que en nada se diferenciara de una película de dibujos animados, con nimios detalles que por delicados se tornaran maravillosos. Todos fuimos víctimas de lo que hoy sabemos que es una gran mentira, a saber, que la potencia gráfica ella sola asegura un gran videojuego. Y henos aquí hoy, cuando ese realismo hace posible que podamos admirar el balanceo de las gónadas del corcel que monta nuestro avatar o cómo las mismas encogen si nos adentramos con el équido en tierras gélidas.
Pero ¿de verdad lo que deseábamos era ver cómo botaban los cojones de un caballo al galope? Bueno, yo solo puedo hablar por mí, y la verdad es que yo fantaseaba con otro tipo de cosas que, en mayor o menor medida, se han ido cumpliendo: ser testigo de cómo el rostro de nuestro avatar se va demacrando con el paso de los golpes, cómo la sangre mancha sus atavíos, apreciar los pelos de su cabello o las venas de su cuello, perder la vista en un horizonte lleno de detalles y no de niebla… Sí, todo eso se ha cumplido, y seguro que todo lo que podáis imaginar desde el presente, la tecnología lo logrará en un futuro, incluso lo que hoy parezca ciencia ficción, como los videojuegos controlados con la mente o las experiencias de realidad virtual al más puro estilo Días extraños. No en vano, Hugo Gernsback ya visionó la videollamada en 1911 en su novela Ralph 124C 41+.
No es que reniegue de la potencia gráfica que han alcanzado los videojuegos en la actualidad, ni mucho menos, de hecho suelo dedicar bastante tiempo a obnubilarme, en el más puro paideia, deteniéndome en cada escenario o detalle que atisban mis ojos y, de vez en cuando, sacando alguna fotografía. Pero mentiría si no dijera que, tal vez, el detalle de los huevos équidos hubiera pasado desapercibido a mi percepción de no haberlo chivado Rockstar.
El asunto es que toda esta potencia, todo este realismo, a pesar de que estimula la imaginación —esta viene siempre determinada por la actitud cognitiva de quien juega— y de que asombra, es incapaz de obsequiarme con imágenes mentales o instantes del pensamiento como los que me proporcionaron o me proporcionan las dos dimensiones (o, si se quiere, las dos dimensiones y media).
Ha sido hace bien poco cuando fui atrapado por uno de esos momentos que ya creía sepultados para siempre por el poder omnívoro del realismo, de las tres dimensiones y de las pelotas del caballo. Estaba jugando a Hollow Knight en su reciente versión para Nintendo Switch. Como con todos los metroidvania, había comenzado a abrir el mapa como podía, en espera de algún nuevo ítem o poder que me permitiera adentrarme en las zonas que, hasta entonces, o bien me era imposible o lo tenía que hacer a ciegas, como las partes oscuras del Nido Profundo o el Santuario de Piedra. Así que andaba deambulando de aquí para allá, del Sendero Verde a los Cruces Olvidados pasando por el Páramo Fúngico, y pasando igualmente por la punta de mi aguijón a cuantos enemigos se cruzaban en mi camino. Y en un descanso lo recordé. Sin percatarme había logrado acumular más de 1800 geos. Así que no lo dudé. Viajé hasta Bocasucia y entré en la tienda de Sly para hacerme con la ansiada Linterna de Lumélula. Fue entonces cuando en fracción de segundos todo se reprodujo en la pantalla interior de mi mente. Me vi a mí mismo cruzando por las áreas oscuras, que oscuras seguían siéndolo pero mucho menos gracias a la ayuda de la linterna. Y me imaginaba precavido, atento a los peligros que podían acechar detrás de cada roca, de cada salto, de cada pared que ocultaba un pasaje secreto y que caería ante los envites de mi aguijón. ¿Qué enemigos me esperarían allí donde antes no llegaba la luz? ¿Algún jefe final; nuevos fenotipos? ¿Encontraría quizás allí la llave que me abriría aquella puerta; o tal vez el pase para el tranvía?
Con solo dos dimensiones —aunque eso sí, bajo una dirección artística resplandeciente y con una banda sonora y una edición de sonido tan sublime la una como artesanal la otra—, prescindiendo de la profundidad, de la perspectiva, del detallismo hiperrealista, de la sensación de película y de la trabajada física de los testículos de caballo, Hollow Knight me había hecho viajar a otra realidad, a otro mundo, el de Hallownest, que imaginaba dentro de mi pensamiento de una manera determinada, del mismo modo que cuando leí, por ejemplo, Cien años de soledad y cree una imagen de Macondo.
El proceso cognitivo me hizo volver la memoria unos cuantos lustros atrás, cuando me preguntaba cómo era capaz de viajar por tuberías, de caminar por una ciudad repartiendo mamporros a macarras y hampones, de caminar por siniestros cementerios y castillos luchando contra zombis y otros hijos del Averno sin más ropa que mis calzoncillos o de atravesar junglas y cavernas saltando con mis piernas de primate mientras disparaba proyectiles por la boca… Entonces me di cuenta de que era imposible, porque es cierto: los juegos en dos dimensiones nunca desaparecieron, nunca lo han hecho y nunca lo harán. Y también de otro aspecto incluso más importante: los sprites y las dos dimensiones son literarias, mientras que las tres dimensiones y los polígonos son literales.
Literalidad frente a literatura, pornografía frente a erotismo.