La enfermedad del infantilismo en los videojuegos
El título invita a ello: hate, hate, hate. Bien. Pues no se trata de eludir opiniones esquivas a la mía y a la de muchas otras personas que llevamos jugando a videojuegos desde hace veinticinco, diez o cinco años, sino de vomitar unas cuantas realidades que, a base de observación y de algarabías que estallan regularmente en medios sociales, se han tornado insoportables. La opinión es subjetiva, no iba a ser para menos, pero los hechos siempre son abordables desde la objetividad, noción que la baba pueril de algunos videojugadores y videojugadoras (menos, la verdad, todo sea dicho) parecen desconocer. Miembros orgullosos de eso que el tiempo y el marketing —ojo al teratoma ontológico que puede brotar de ahí— han convenido en llamar comunidad gamer.
¿Cómo reconocer, entonces, la enfermedad del infantilismo?
Parecería difícil desde el mismo momento en el que la etiología es confusa, pues los videojuegos contaron desde el principio con el respaldo de las masas. Si un elemento de la cultura material contemporánea, como son los videojuegos, parecía destinado a representar con todas las de la ley a esa entelequia que se suele denominar posmodernidad, que encumbra en su trono de gelatina al individuo, diríamos que se produce una paradoja: las masas de la modernidad contra el individuo de la posmodernidad. El error sobreviene al pensar que la posmodernidad es una época histórica que se cierne sobre el mundo entero desde la segunda mitad del siglo xx, y no una noción de debate para intelectuales con ansia de sonar cool y resultar flashy. Porque desde que la posmodernidad dejó su ámbito natural arquitectónico para pasarse al de las ciencias sociales, las masas quisieron ser aniquiladas como agente social en favor del individuo. Gran error. Pues tal y como demuestra el caso de los videojuegos, masa e individuo son totalmente compatibles, y a veces su casamiento obtiene resultados de una potencia cultural con los que otros matrimonios ni siquiera son capaces de soñar.
Como el de la llamada comunidad gamer. Individuos que juegan solos en casa; individuos que se unen a otros individuos para jugar en el mismo espacio; individuos conectados a otros individuos de todo el globo mediante invisibles paquetes de información; individuos que acuden a eventos junto a otros individuos… Pero entretanto se ha producido una metamorfosis, la que va del individuo a la masa; y la que va del videojugador a la comunidad de videojugadores.
Y en el momento en que se erige una comunidad, se abre la veda para que algunos de sus miembros quieran establecer una jerarquía; para que algunos de sus miembros quieran marcar los límites de lo que pertenece a la comunidad y lo que no; para que algunos de sus miembros quieran establecer lo que es venerable por la comunidad y lo que no; para que algunos de sus miembros quieran erigirse en popes, en obispos, en monarcas y en presidentes de la comunidad; para que dentro de la comunidad aparezcan otras comunidades… Porque la historia de los videojuegos solo se distingue de la de cualquier otro género cultural en la aparición de su comunidad. Si lo pensamos por un momento, ¿por qué no hay una comunidad reader?
Enfocado, más o menos, el origen de la enfermedad, nos queda observar sus efectos. Porque la patología del infantilismo posee distintos y variados síntomas. Quizás haya algún despistado o despistada que piense que lo de infantilismo forma parte de ese prejuicio aún latente, pero en vías de extinción, de que los videojuegos son cosa de niños. Pues no. No va por ahí la cosa. Los videojuegos son cosa del ser humano, sin más, independientemente de los años que cargue a sus espaldas, como cualquier otra manifestación cultural. Tampoco son síntomas de infantilismo la pasión por coleccionar figuras o por crear el mejor cosplay; ni la sonrisa bobalicona que a mí se me dibuja en el rostro cada vez que escuchó a Mario decir Oki doki.
Quienes sufren la enfermedad del infantilismo en los videojuegos lo manifiestan de otras maneras. Por ejemplo, declarándose nintenderos, sonyers o xboxers. Y PC Master Race: para qué queremos más. Lo mío es mejor que lo tuyo. Chincha rabiña que tengo una piña. Rebota, rebota que tu culo explota. Y mientras tanto se privan de disfrutar de auténticas obras maestras de los videojuegos. ¿Conocéis a algún aficionado al cine que se declare paramounter? ¿Algún lector que solo lea libros de Penguin Random House? Pues eso. Ahí está la primera pista para reconocer el infantilismo en los videojuegos.
Pero como diría Súper Ratón: no se vayan todavía, que aún hay más.
En el momento en que se deja la puerta abierta para la aparición de supuestos líderes de opinión y gusto, se da cabida a que estos quieran decidir lo que forma parte de la comunidad y lo que no, lo que es un videojuego y lo que no. Por eso hay quien dice que Gone Home o Journey no son videojuegos. Y lo peor es que muchos se lo creen. Y después, ufanos, lanzan una sonora pedorreta como colofón oratorio a su argumento.
Aunque, sin duda, el síntoma más conspicuo de que un videojugador sufre de la enfermedad del infantilismo es esa chirriante afirmación de que los videojuegos nada tienen que ver con la política, con la economía, con la filosofía, con la literatura… Decir esto es como decir que la música nada tiene que ver con los sentimientos. Una afirmación que se torna tan belicosa como repugnante. Que deriva en algunos casos en amenazas de muerte. Gamergate y tal. ¿De verdad alguien puede ser tan estúpido para pensar que los videojuegos viven aislados e inmaculados de todo cuanto ocurre a su alrededor como si fueran cenobitas? Sí, por supuesto, si es alguien que sufre de la enfermedad del infantilismo, que no ve en los videojuegos nada más que una excusa para que transcurra el tiempo; para no pensar… Ni en sí mismo ni en nada más…
¿Verdad que es magnífico?