Dificultad y disfrute: la frustración que nos transmite un mensaje
Una de las primeras cosas que se deciden al comenzar el desarrollo de un videojuego es, sin lugar a dudas, la dificultad. Forma parte intrínseca de la obra que vamos a llevar a cabo: de hecho va a ser la base. ¿Tendrán los jugadores que aprender complejos patrones de movimiento? ¿Tendrán que resolver puzles? ¿Cómo de importantes serán los reflejos? Estas ideas van tan ligadas a la jugabilidad, tan ligadas al mismo concepto del juego, que tienen que ser elegidas en una fase muy temprana.
Dark Souls es un buen ejemplo de esto (tenía que salir, era inevitable) ya que su sistema de combate ortopédico y complejo está diseñado en gran medida para transmitirnos esa “desesperación” propia de la historia que trata de narrarnos. Pero seamos sinceros, Dark Souls es una rara avis de los videojuegos precisamente por su dificultad… ¿No? A lo mejor me estoy adelantando a los acontecimientos.
Allá por los ochenta, la dificultad era una exigencia en los videojuegos: era difícil pasarse Ghost and Goblins porque así más niños echaban moneditas en los arcades. Esto no cambió mucho con la llegada de las consolas de sobremesa ya que de nuevo la dificultad se planteaba como una exigencia antes de comenzar a desarrollar nada: los cartuchos eran tan caros que más le valía a la compañía que garantizaran muchas horas de juego. El negocio, los dineros, venían de la dificultad.
En los noventa, sin embargo, la historia cambió. Llegaron lo que conocemos como videojuegos modernos: los juegos enfocados a públicos concretos, enfocados a historias concretas. Los videojuegos con curvas de dificultad.
En un mundo cada vez más globalizado, donde la oferta era exponencialmente mayor, a las compañías les convino no ser molestas. La filosofía más aceptada, la que se comenzó a usar entonces y se seguirá usando hasta nuestros días, es la “Teoría del Flow” que en psicología se llama “Experiencia óptima”. Básicamente se implantó la idea de que al jugador se le tenía que pasar el tiempo volando mientras jugaba, que no tenía que ser consciente de que llevaba tres horas explorando Hyrule… y esto se conseguía llevándolo de la manita.
La experiencia óptima según Mihaly Csikszentmihalyi (psicólogo creador de esta teoría y un señor del cual no he tenido que buscar el nombre en Google… ejem) se obtiene cuando al jugador se le reta lo justo y necesario: ni demasiado poco (en cuyo caso se aburrirá) ni más de la cuenta (En cuyo caso se frustrará). A esto se le llama curva de dificultad y consiste, básicamente, en ir dándole al jugador herramientas una a una, siempre con explicación previa y siempre cuando ya haya dominado las anteriores.
Esta curva de dificultad se ha convertido en el pan nuestro de cada día, hasta el punto de que los juegos que se salen de ella acaban generando polémica. Seguro que se nos viene a la mente los memes de Git Gud y el revuelo que levantó Cuphead. Pero ¿Es real esta distinción? ¿De verdad necesitamos ese Flow para estar cómodos?
Lo cierto es que los juegos que “se salen del redil” en estos ámbitos llaman la atención y eso se ha usado incluso como reclamo publicitario; pero cada vez son más comunes. Lo Indie lleva mucho tiempo experimentando con las curvas de dificultad con un éxito relativo. Hotline Miami nos presenta una de las fases más jodidas del juego nada más empezar la partida; La-Mulana asume nuestro pensamiento lateral y no nos explica prácticamente nada; Gods Will be Watching nos presenta decisiones que no podremos deshacer, las cuales nos harán fracasar una y otra vez; y Darkest Dungeon… bueno, digamos que simplemente no quiere que ganemos.
Aun así, a pesar del éxito de estos títulos, la lenta agonía de las curvas de dificultad que estamos viviendo no viene sin propósito. No es la dificultad por la dificultad. La frustración no es agradable para nadie, ni siquiera para los masoquistas que nos pasamos La-Mulana sin guía, pero sí que lo es la transmisión de un mensaje. El sentirnos retados por un motivo concreto. Muchas veces, y cuando digo muchas es muchas, he acabado abandonando algún juego porque simplemente me frustraba. El jefe final de Altered Beast de PS2, Lucifer de SMT Nocturna, o cualquier Bullet Hell (me desesperan, lo siento) son solo algunos ejemplos. Está claro que hay gente que lo hace bien y gente que lo hace mal.
Cargarse la curva de dificultad, poner las cosas difíciles, debe tener un sentido. La-Mulana nos pone en la piel de un arqueólogo a lo Indiana Jones y pretende que llevemos esto hasta las últimas consecuencias: claro que nadie te explica cómo llegar al puñetero tesoro, leñe ¿Qué mierda de faraón haría eso? ¡Descifra las tablillas! ¡Lee entre líneas! ¡Apunta cosas y mira mitología antigua! Su falta de pistas tiene un sentido y consigue sumergirnos aún más en la experiencia.
Dark Souls demostró que podía ser un éxito poniendo al jugador contra las cuerdas, y tras su estela han surgido nuevos títulos con la dificultad por bandera. Quizás estamos aprendiendo solo las lecciones que no debemos. La industria tiende a imitarse, pero últimamente los Soulslike están proliferando hasta puntos alarmantes, y algunos ni siquiera pillan bien lo que están intentando copiar.
Hacerle la vida imposible al jugador porque “eso es lo que vende”, porque “Git Gud”, es una soberana gilipollez que estamos viviendo cada vez con más frecuencia. Muerte a las curvas de dificultad, sí, por supuesto, pero destruyamos por un motivo. Destruyamos para crear algo mejor.