Reflexiones sobre The Last of Us Parte II (3): Lo del crunch
En los últimos tiempos se ha vuelto demasiado difícil hablar del crunch en la industria de los videojuegos sin despertar las antipatías de quienes lo banalizan (eso pasa en todos los trabajos, encima cobran un pastón) y de quienes ven en Neil Druckmann (por utilizar el ejemplo que nos ocupa) a una especie de señor Burns o Ebenezer Scrooge. Tampoco, por supuesto, se trata de tomar una posición equidistante. Aunque con menos revuelo que cuando se lanzó Red Dead Redemption 2 —al fin y al cabo, es vox populi que el crunch está a la orden del día en un estudio tan perfeccionista como Naughty Dog—, el lanzamiento de The Last of Us Parte II ha traído de nuevo el debate sobre esta práctica tan habitual (y desagradable) en la industria del videojuego. No es para menos cuando se trata de un triple A en todo su esplendor industrial: en el juego han trabajado más de 2000 personas y 14 estudios externos como colaboradores.
Valga decir que el crunch no es exclusivo de la industria del videojuego y, en mayor o menor medida, se encuentra en todas las industrias en las que lo que se explota, más que el capital físico es el capital cognitivo del trabajador; así, está presente también en el cine, la literatura, la informática, la música, incluso podríamos decir que en la banca y las finanzas; en todos aquellos sectores donde se realiza más un esfuerzo mental o de concentración y a los proyectos se les fija una fecha límite.
Pero como sea, el foco del crunch se ha puesto sobre los videojuegos. Valga decir que, aunque mala praxis, es un mal que todos conocen y del que se suele avisar en los contratos. Todo el debate en torno al crunch surgido de nuevo con el lanzamiento de The Last of Us Parte II tiene un nombre: Jason Schreier. El autor de Sangre, sudor y píxeles, poco antes de dejar Kotaku para irse a Bloomberg News, publicó un artículo en el mencionado medio en el que había hablado con 13 trabajadores de Naughty Dog. Algunos ya no formaban parte del estudio, otros sí, y estaban trabajando en el desarrollo de The Last of Us Parte II: jornadas de 12 horas durante el tiempo de crunch, incluso fines de semana, para que el juego estuviera listo para su lanzamiento (que finalmente fue aplazado de abril a junio por la pandemia de COVID-19). A diferencia de otros abusos laborales, el crunch de Naughty Dog solo toca al trabajo, que no es poco; es decir que no se dan abusos verbales ni malos tratos a los trabajadores, mucho menos casos de acoso o abuso sexual; o para ser informativamente estrictos, que no desconfiados, nadie los ha denunciado.
El principal problema del crunch no tiene que ver tanto con que no se recompense todo el esfuerzo realizado económica o profesionalmente (muchos de los trabajadores de Naughty Dog reconocían que el ambiente de trabajo era maravilloso, que estaban contentos de poder trabajar en un desarrollo así, pero que les agotaba en forma de estrés y ansiedad), sino con la hiriente normalización a la que se le ha sometido en la industria de los videojuegos. Y es una normalización que afecta no solo a los trabajadores, digamos, con un perfil más bajo en el desarrollo (Naughty Dog contrata incluso peluqueros caninos), sino a los propios directores o jefes, como Neil Druckmann. Quizás a los que no afecte en la misma medida que al equipo de desarrollo sea a los ejecutivos de Sony.
El propio Druckmann reconoció que no había sabido equilibrar el tiempo de descanso entre los trabajadores, una forma quizás eufemística de pedir perdón. Pero es que Jason Schreier, en Sangre, sudor y píxeles recogía cómo el crunch afectó también a Druckmann y Bruce Straley cuando tuvieron que afrontar el desarrollo de Uncharted 4 tras el de The Last of Us: «Tanto Druckmann como Straley estaban sin fuerzas. “Nuestra idea inicial era que íbamos a incorporarnos y hacer de mentores para los candidatos a director del juego y director creativo, y luego nos íbamos”, dijo Straley. “No iba a ser nuestro proyecto”. Tal vez después se tomarían unas vacaciones extensas o pasarían el tiempo trabajando en cosas menos estresantes, como los experimentos de prototipos que llevaban un tiempo queriendo hacer cuando lanzaron The Last of Us. Eso nunca ocurrió”.
Pero no solo el crunch afecta a los jefes de los grandes estudios directamente, sino que como ejemplifica el propio Schreier en su fantástica obra, los estudios independientes también se imponen el crunch, caso de Yacht Club Games con Shovel Knight o, incluso, Motion Twin, creador de Dead Cells, estudio que se constituyó en cooperativa anarcosindicalista y donde todos los trabajadores cobran lo mismo.
Tal y como parece, el crunch en los videojuegos, más tarde o más temprano, resulta inevitable por la propia manera en que funciona la industria, una industria nacida en tiempos de capitalismo tardío y posfordismo. Lo importante e inexcusable es que todo el esfuerzo realizado en tiempos de crunch por los trabajadores sea recompensado: todas las horas extras deberán ser pagadas, intentar organizar el crunch para que al menos los trabajadores puedan tener algún día de descanso (como hacen en Motion Twin), valorar otras formas de recompensa (como llevarse una parte de los beneficios de ventas) y un largo etcétera. Tal vez la regulación del crunch no sea la opción que convenza a todos, y por supuesto que el objetivo debería ser acabar con él, pero a falta de la total sindicación de los trabajadores y trabajadoras de la industria, no se me ocurre solución más pragmática y realista.
Lo que es innegable es que todas las víctimas del crunch lo son en realidad del capitalismo y de la «ética» neoliberal, de su falta de piedad hacia el trabajador, de considerar a las personas y su fuerza de trabajo como una mercancía más, como una cosa con algo parecido a espíritu, a la que vale con pagar lo suficiente para que sobreviva y continúe con su trabajo diariamente y sin rechistar. Pero eso no lo inventó Neil Druckmann ni Bruce Straley, quienes, por cierto, creo que encajan perfectamente en el espectro ideológico progresista, con todo lo vago que esto pueda sonar.
Mención aparte merece Jason Schreier y su obcecación con Naughty Dog, que incluso ha llegado a discusiones públicas en Twitter con Neil Druckmann. Schreier piensa que Druckmann la tiene tomada con él por haber destapado los supuestos abusos sobre los trabajadores de Naugthy Dog. Para quien no conozca la cultura estadounidense, puede parecer que Schreier tiene toda la razón del mundo, pero si se sabe del ego y el autobombo que muchos periodistas quieren darse por esos lares, así como de la cultura del escándalo, no queda tan claro. Mucho menos si has leído Sangre, sudor y píxeles, donde Schreier, a pesar de retratar el crunch, lo que ofrece es un retrato casi épico del desarrollo de los videojuegos, como cuando habla de Diablo III: «Diablo III era la prueba de que, aun para uno de los estudios de videojuegos más consumados y de mayor talento del mundo, con recursos casi ilimitados para hacer un videojuego, pueden pasar años hasta que el juego tome la forma adecuada. Que, incluso para la tercera entrega de una franquicia, sigue habiendo una cantidad absurda de variables que pueden desconcertar a todo el mundo. Que, incluso un juego que sale con problemas desesperantes, puede, con suficiente tiempo, dedicación y dinero, convertirse en algo muy bueno».
En su libro, por otro lado, no daba esa imagen de Neil Druckmann que ahora pretende difundir; es más, Druckmann accedió a ser entrevistado, a diferencia de Amy Hennig, por ejemplo. Lo que ha pasado entre ellos, solo lo sabe él. Puede que algunos vean en mi opinión la de un abogado del diablo, pero creo que la demonización que Schreier quiere hacer de Druckmann y de Naughty Dog no es justa. Sobre todo si tenemos en cuenta la imagen de justiciero por los derechos de los trabajadores que se quiere autoimponer Jason Schreier, a quien las muertes, destrucciones medioambientales y barbaridades que la industria de los videojuegos ha provocado, y en menor medida provoca, en África, con el tántalo y el coltán, le importan más bien poco, casi tanto como a los autores de Video Games of Empire, Nick Dyer-Witheford y Greig de Peuter, que dedican casi todo su libro al capitalismo cognitivo y cuando hablan de África lo hacen rápido y mal, reproduciendo noticias e informaciones erróneas aparecidas en algunos medios de renombre, como indica Michael Nest en su libro Coltan.
Porque la justicia o es para todos o no es para nadie.