Slasher y lucha de clases, ¿por qué no?
Hace más o menos un lustro, le hice una entrevista a Emilio Bueso, que acababa de publicar Extraños eones, en un blog que cree y que después destruí sin salvar nada. Una de las preguntas era sobre las posibilidades del género de terror (o el fantástico en sentido amplio) para convertirse en reflejo de los accidentes de la sociedad, la política y la economía mediante la introducción, consciente o no, de diversas lecturas. Aunque no es textual su respuesta fue algo así como que los autores ni siquiera han tocado la superficie de todo lo que puede ofrecer el género al respecto. Pedro Vallín, en su reciente obra ¡Me cago en Godard! Por qué deberías adorar el cine americano (y desconfiar del cine de autor) si eres culto y progre, pero aplicado al cine, dice más o menos lo mismo:
La ciencia-ficción, el fantástico y el terror —y esta no es una definición cerrada sino una contrastación empírica— son un termómetro cinematográfico privilegiado de los humores ciudadanos, un inmejorable detector de las zozobras en la autoestima de un modelo social y político.
No lo voy a ocultar. Este artículo quiere tocar las narices al marxismo cultural. Principalmente porque se ha convertido en un marco teórico hegemónico en el que lo que no se ajusta a sus dogmas, con celeridad se tilda de machista, omnívoro, incel, homófobo, tránsfobo y, cómo no, fascista. Cuando no se dice que la pesca es un instrumento de opresión del sistema capitalista (pobres tribus del Paleolítico Superior que la inventaron, tan capitalistas ellos). Huelga decir que salvo ser omnívoro, mis ideas y mi comportamiento son antagónicas al resto de esas etiquetas, porque a grandes rasgos soy solo lo que algunos vocingleros llaman un puto progre. Claro que hay películas o novelas de un tono marcadamente sexista o filofascista, pero el problema del marxismo cultural es que lo hace extensible a casi cualquier producto de la cultura de masas.
En este sentido, el subgénero de terror slasher —ya saben el de pibes como Freddy Krueger que se dedican a acosar y asesinar adolescentes— tradicionalmente ha sido observado como un pozo de sexismo y machismo, donde jóvenes semidesnudas (y muchas veces vírgenes) son perseguidas y finalmente pasadas a cuchillo por el villano, también antihéroe, de turno. Algo así se intuía en el ensayo de Carol J. Clover de 1992, Men, Women, and Chain Saws: Gender in the Modern Horror Film.
Pero ¿y si a las películas slasher pudiera dárseles otra interpretación, otro subtexto? Así a voleo, se me ocurre que toda esa sangre, toda esa sexualidad latente en la adolescencia, podría ser un grito de rebelión contra la moral reaganiana de los ochenta, que ya se fraguaba a finales de los setenta. Si bien esto puede resultar peregrino, hay otra lectura que no lo es tanto (o por lo menos a mí no me lo parece): que dentro de las películas slasher camina una proclama sobre la lucha de clases. Puestos a interpretar, ¿por qué no hacerlo en este sentido de un puto progre?
No es cuestión baladí. Si obviamos las películas protoslasher, como El fotógrafo del pánico o Psicosis, ambas de 1960, y nos centramos en las inmediatamente anteriores a la llegada de Ronald Reagan a la Casa Blanca y las que se estrenaron durante las dos legislaturas en las que ocupó el despacho oval, encontramos que los villanos o el villano pertenecen a lo más bajo del escalafón social, mientras que sus víctimas representan con brillo lo más granado de la clase media estadounidense. En La matanza de Texas de Tobe Hooper, de 1974, unos jóvenes en viaje de placer en caravana (probablemente pagado por sus padres), van a parar a una granja de olvidados, de una familia que se perpetúa a base de endogamia y que ya no puede mantenerse a base de descuartizar ganado. Entonces los descuartizan a ellos, y los hacen sufrir muy de lo lindo. Lo mismo ocurre en Las colinas tienen ojos de Wes Craven, estrenada en 1977, pero aquí la endogámica familia ha cambiado la granja (que por muy pocha que estuviera seguía siendo un hogar) por una cueva.
¿Más? Repasemos la trinidad por antonomasia del slasher, con permiso de la fundacional de Tobe Hooper.
En Halloween (1978) de John Carpenter, Michael Myers nace y crece, hasta que cumple los 6 años y mata a su hermana, en un suburbio de Illinois en un ambiente familiar disfuncional, con un padrastro alcohólico que no deja de amargarle la existencia, algo que puede observarse mucho mejor en la precuela dirigida por Rob Zombie y estrenada en 2007: Halloween: el origen. Luego, cuando se escapa del psiquiátrico, Michael Myers está desbocado, mata todo lo que ve. Especialmente a sus felices vecinos.
Si Michael Myers proviene de un entorno disfuncional, Jason Vorhees es un hijo único de una madre soltera que murió ahogado en Cristal Lake porque los monitores que debían estar vigilándole fornicaban como si no hubiera un mañana. En Viernes 13, al final, quien está aniquilando a todos los chavales y chavalinas que sus padres de clase media envían al campamento no es otra que la madre de Jason. Aunque en las innumerables secuelas, Jason incluso volverá de la tumba para seguir pasando a cuchillo a los futuros miembros de la clase media.
¿Y Freddy Krueger? En la primera entrega que dio inicio a la saga, Pesadilla en Elm Street (1984), Wes Craven le hacía el encargado de las calderas de un colegio. En el remake que dirigió Samuel Bayer 2010 y en el que Jackie Earle Haley encarnaba al hombre del guante de cuchillas (asesino de niños y probablemente pederasta, aunque ese es otro asunto), Freddy era un jardinero. Entre encargado de las calderas y jardinero no parece que uno vaya a hacerse millonario, siquiera alcanzar la clase media, como si son el resto de los habitantes del barrio residencial de Elm Street, que se toman la justicia por su mano y achicharran a Freddy. El resto ya lo conocéis. El tío vuelve en forma de espectro que se cuela en los sueños y mata a las generaciones futuras de ese barrio residencial.
Bueno, parece que a lo mejor puede haber para una tesis doctoral, pues los malos podrían pasar a ser los buenos; no olvidemos que los verdaderos protagonistas de las slasher son los psicópatas de turno. Eso sin contar que en la mayoría de las ocasiones quienes acaban sobreviviendo en las películas slasher son las chicas, con todo el empoderamiento que eso puede suponer. Aunque para eso, mejor ver Revenge de la directora Coralie Fargeat, no apta para mentes y estómagos sensibles.
¿Que esto no tiene el más mínimo sentido? Pues puede ser, pero no es muy distinto de muchas de las chaladuras que se dicen desde el marxismo cultural de películas, novelas, series y videojuegos. Un todo vale con tal de que se acomode a sus oraciones que, en muchos casos, no son ni propios del marxismo. Vamos que puedes ser marxista sin ser un marxista cultural, una idea hegemónica que, en muchos casos, es rayana con las teorías de la conspiración.
Quizás lo que más me solivianta el ánimo (a mí y a mucha gente, cada vez más) es que el marxismo cultural no duda un segundo de que su credo es el único válido. Esto tampoco es casual. Marx y Engels creían haber descubierto una interpretación científica de la historia: el comunismo científico; o lo que es lo mismo: historicismo de izquierdas. Cosa extraña cuando el mismo Marx desconfiaba del positivismo tanto como de Comte. Así lo confesaba en una carta dirigida a Engels en 1866:
Londres, 7 de julio de 1866. P. S. Además de eso, en este momento estudio a Comte, visto que franceses e ingleses organizan tanto ruido en torno al tipo. Lo que se deslumbra es su aspecto enciclopédico, la synthèse. Pero es lamentable comparado con Hegel (aunque Comte, en tanto que matemático y físico resulta superior por su profesión, quiero decir superior en el detalle, Hegel, incluso en eso, es infinitamente más importante en su conjunto). ¡Y toda esta mierda del positivismo apareció en 1832!
Lo paradójico es que el marxismo cultural ha perdido cualquier atisbo del cientifismo (fingido, como hemos visto) que en su día abanderaran Marx y Engels. Frente a la epistemología y la heurística, el marxismo cultural abrazó la hermenéutica, que para quienes no lo sepan tiene su origen en la interpretación de textos sagrados en la antigua Grecia. Lo que lo acerca a la religión; lo que lo convierte en una especie de cábala. En otras palabras: en la casa de Tócame Roque.
Si hablamos de epistemología, de heurística, de cientifismo, de analítica… qué mejor para recordar que el célebre aforismo 7 del Tractatus lógico-philosophicus de Ludwig Wittgenstein: «De lo que no se puede hablar, hay que callar la boca». Porque para lo que muchas veces dice el marxismo cultural, con sus ritos, sus salmos y toda esa parafernalia de verdad indubitable, más guapos estarían callados.