Palabra de triple A
En su libro ¡Me cago en Godard!, Pedro Vallín se ha revuelto intelectualmente contra esa actitud, cuanto menos elitista, de que las grandes producciones de Hollywood son un nido de conservadurismo neoliberal o alt-right —si no las dos cosas a la vez— y superficialidad pura y dura, y que el verdadero cine —el artístico, el reflexivo el contrahegemónico— es el independiente, el de autor, el europeo…
Para los videojuegos, se podría escribir algo similar; al fin y al cabo dentro de la cultura del videojuego es bastante habitual encontrarse con el mismo cinismo, con la misma condescendencia y, sobre todo, con la misma petulancia cuando se encuentran en el discurso los triple A y los indies. A las grandes producciones de la industria se les achacan los mismos males que a las películas palomiteras, con la salvedad de que, en su caso, hay una que es totalmente cierta y específica: los juegos indies han sido un revulsivo en todo lo que a mecánicas nuevas se refiere. Y falta hacía, porque con notables excepciones, llevamos jugando las mismas reglas desde hace veinte años o más. Ahora bien, no todos los indies innovan: Mother Russia Bleeds básicamente es un Double Dragon con pixel art (buscad en vuestra memoria y encontraréis más ejemplos). Del mismo modo, colocar a Fumito Ueda en el mismo plano que Fifa es poco menos que un ejercicio de estrabismo empírico.
Juego a indies casi lo mismo que a triples A; es más, en los últimos dos años, de todo lo que he jugado, Hollow Knight y Gris se sitúan entre los mejores, por distintos motivos. Pero como sea, la coletilla «No juego triples A» o cualquiera de sus variantes se revelan como santo y seña de quienes consideran su habitus (en términos bourdieuanos) más exquisito que el del resto de los mortales. Especialmente porque, proclaman, los juegos indies han escapado del control ideológico del capitalismo. Pero si obviamos tal ingenuidad (que ya es mucho pedir), y vamos al contenido de los juegos, descubrimos que la idea es tanto o más resbaladiza que diez litros de aceite entre un suelo de baldosas y tus pies desnudos. Ahí está Final Fantasy VII que ni corto ni perezoso comienza poniéndonos en las manos un atentado (o una acción armada, allá cada cual) contra una megacorporación que está desangrando el planeta y lo domina con mano de hierro; o toda la saga Metal Gear, en la que Kojima hace un análisis geopolítico de la (pos)Guerra Fría; o Ken Levine en la saga Bioshock, que explora preocupaciones por el poder, el racismo y la desigualdad social. Podría seguir durante un buen rato, pero pondré el ejemplo que más a mano tengo, en el que me he visto, literalmente, inmerso, porque me ha llevado cerca de 160 horas terminarlo: Persona 5, la quinta entrega de la serie de JRPG desarrollada por el P-Studio de Atlus, que como siempre publica, y dirigido por Katsura Hashino.
Sin entrar en sus virtudes formales y técnicas, que son muchas y fantásticas, la historia de Persona 5 nos pone en la piel de un joven estudiante sin nombre, al que pronto se bautiza como Joker, que ha sido enviado fuera de su ciudad, a casa de un conocido de unos amigos, para rehabilitarse tras un juicio y una denuncia por agredir a un hombre. Sabemos que el castigo es injusto, porque Joker lo hizo para ayudar a una mujer que estaba siendo agredida, pero nada más. Como en todos los juegos de la serie, la psicología analítica está muy presente, con el elemento ya característico de las personas, una parte de nuestra psique que está oculta pero podemos despertar, y que, en los combates, vienen a cumplir una función similar a la de las invocaciones en los Final Fantasy.
Lo que nos interesa hoy, empero, no es eso, sino la gente que va conociendo Joker y el grupo que forman. Primero un gato que habla, Morgana, y luego a otros tantos estudiantes, la mayoría de su instituto: Ryuji, el rebelde; Ann; la guapa que trabaja de modelo; Yusuke, un estudiante de pintura; Makoto, presidenta de la asociación de estudiantes; Futaba, la más joven y experta en informática; y Haru, la hija del presidente de una poderosa empresa. Todos ellos son los Phantom Thieves, un grupo/organización/banda cuya misión es robar los corazones de personas despreciables para el resto de la sociedad. Para ello se introducen en el metaverso y los palacios, donde habitan las personas de la población, y una vez cumplida su misión, esperar a que confiesen sus crímenes.
Todo muy anime, quizá no del tipo Akira, pero tampoco del tipo Heidi, y con bastante influencia de Death Note.
La idea presente, que lo gobierna todo en el juego, es la justicia. Los Phantom Thieves quieren crear una sociedad más justa, si bien siempre desde el reformismo y no tanto con la revolución. Aunque al utilizar la clandestinidad y la subversión, los deja a medio camino entre una y otra forma de cambiar las cosas. ¿Justicia para qué? Pues para todo lo que ocurre en la sociedad que los rodea: abusos sexuales y físicos de parte de un profesor, apropiación intelectual de un afamado maestro de pintura, extorsión de un mafioso a los jóvenes que deambulan por las calles, explotación laboral que una empresa comete sobre sus trabajadores, asesinatos para deshacerse de ciudadanos molestos, y, sobre todos ellos, la corrupción que puebla los corazones del establishment político.
Y no os creáis que esto se hace de manera superficial… Debido a la magnífica estructura interna de Persona 5, en la que los tiempos de exploración/socialización y los de combate están bien separados, nos llega hasta el último detalle de los crímenes, hasta la última preocupación de las víctimas, en forma de texto, al estilo de una novela visual. Y digo que no de manera superficial, porque los diálogos son profundos y extensos, tanto que podéis llegar a estar tres horas seguidas (sin combate de por medio) leyendo y tomando pequeñas decisiones. Se puede jugar con una mano. Además, los distintos PNJ y las misiones secundarias nos contextualizan todavía más ese ambiente de humanidad tóxica.
Obviamente, no se dan pautas ideológicas, aunque no hay que ser muy aventajado intelectualmente para saber por dónde van los tiros. Aunque no se hable de marxismo, es evidente una preocupación por la condición de la clase trabajadora, de hecho, uno de los palacios se dedica en exclusiva a ello. Los Phantom Thieves descubren que el dueño de la empresa considera a los trabajadores su propiedad, y en el metaverso estos son simplemente robots y material sin vida, la verdadera visión del dueño de la empresa. Tanto es así que en un determinado momento Yusuke lanza una reflexión: «Cuando una persona se enfrenta continuamente a la opresión, termina por darle la bienvenida».
Persona 5 es solo un ejemplo. Uno de tantos triple A que no encaja en esa concepción tan extendida y perniciosa en ciertos grupúsculos y sectores de la cultura del videojuego, a los que parece que el éxito de una gran producción se les atranca en el cuello. Solo un ejemplo, porque no son uno ni dos ni tres…
Podría decir para parafrasear el libro de Pedro Vallín y escribir uno que se llamara: ¡Me cago en lo indie! Pero no. Porque lo indie me gusta, me gusta tanto como los triple A. Porque son videojuegos, una de mis grandes pasiones. Por ello, generalizar sobre que todos los triple A son X o son Z, no solo es arrogante, también es contumaz y, especialmente, anticientífico. Conozco las características artísticas e ideológicas de series como Call of Duty o de juegos como Fortnite, pero pretender —porque tan solo es una pretensión— que todos los triple A siguen esas pautas, solo puede ser fruto del dogmatismo y la ceguera autoimpuesta; casi tanto como que los indies —indocti discant, et ament meminisse periti— son la salvación del género cultural.
Porque, vaya, al fin y al cabo, muchos de nosotros comenzamos a jugar a videojuegos introduciendo una moneda por una ranura.
Palabra de Triple A.