Una muerte necesaria
Él era un asesino.
Desde bien pequeño, prácticamente desde que tenía uso de razón, matar se había convertido en su principal y única obsesión. Era lo que más le gustaba, lo que más deseaba. Incluso, más que un deseo, era una necesidad. Como respirar, orinar o alimentarse. Una necesidad fisiológica que su organismo necesitaba satisfacer periódicamente para seguir adelante.
Sí, sin duda él era un asesino. Un asesino en serie; un asesino de masas; un criminal que consumía el dolor y la agonía de los inocentes como si de una droga se tratase, y que necesitaba su dosis regular para no acabar perdiendo la cabeza definitivamente.
Sin embargo, él nunca había matado a nadie.
A pesar de sentir aquel deseo irresistible, esa obsesión por dar rienda suelta a su salvajismo y arrebatar vidas de la manera más cruenta posible, siempre había conseguido frenarse en el último momento. Como el león que se posiciona justo delante de su desprevenida presa, pero que en el instante final decide no dar el salto para abalanzarse sobre ella con las garras extendidas y los colmillos preparados. Aquello era algo que iba en contra del orden natural de las cosas, eso el hombre bien lo sabía. Tenía cuarenta y siete años, y la mayor parte de ellos los había pasado refrenando sus ansias homicidas; y sufriendo por ello, pues era una necesidad que, al no verse satisfecha, le llevaba a enfermar durante largos periodos de tiempo.
El hombre siempre había tratado de evitar el contacto con la gente, ya que tener a una persona delante, independientemente de su edad, sexo o condición social, hacía que afloraran aquellas ansias homicidas que le empujaban a comportarse como lo que era, un asesino, a pesar de que, para su desgracia, jamás había cometido un asesinato.
Su infancia fue un tormento, su adolescencia un infierno, y desde luego su vida adulta no había mejorado la situación. El hombre encontró un trabajo de vigilante nocturno en una apartada fábrica, para así no tener que verse obligado a relacionarse con nadie. Por supuesto, había visitado a un sinfín de psiquiatras; incluso llegó a ingresar por propia voluntad en varios centros de salud mental. Todo con la esperanza de que pudieran curarle. Pero no había nada que curar, pues las ansias homicidas formaban tan parte de él como cualquiera de sus órganos internos. Y no puedes extraer el corazón o los pulmones de una persona y luego pretender que se vaya a vivir su vida como si no hubiera pasado nada.
El hombre apenas dormía. Solo lograba cerrar los ojos cuando su mente y su cuerpo se encontraban tan exhaustos como para anteponer la necesidad de descansar al ansia de matar. Y entonces soñaba. Y soñar era peor que estar despierto, ya que no soñaba con otra cosa que no fuera la de asesinar.
Se imaginaba a la última persona que había visto, ya fuera la cajera del supermercado en el que hiciera la compra el día anterior, o a cualquier individuo que la noche pasada se encontrara en el mismo vagón de la línea de metro que usaba para ir y volver del trabajo. Los veía con claridad, ya que siempre memorizaba todos y cada uno de sus rasgos. Y entonces, sin mediar la menor palabra, los mataba. Acababa con sus vidas de las más imaginativas maneras. Y disfrutaba de esos sueños, vaya si los disfrutaba, porque en su mente eran indudablemente reales. Matar en sueños le ofrecía el alivio y consuelo que no sentía al estar despierto. Pero entonces despertaba, siempre despertaba, y ese dulce placer onírico se difuminaba hasta desaparecer por completo. Tras unos segundos de confusión, su mente le revelaba la cruda verdad: que aquello había sido solo un sueño. Y entonces regresaba la insoportable ansiedad, la desasosegante angustia, la cruda realidad de su miserable existencia. Él era un asesino. Un asesino que nunca había matado a nadie.
No veía a sus padres desde hacía más tiempo del que recordaba, puesto que ellos fueron los primeros a los que deseó matar. No los veía ni a ellos ni a sus dos hermanos. ¿Seguirían vivos sus padres? ¿Se habrían casado sus hermanos? ¿Le habrían convertido en tío? Esas, y muchas más, eran preguntas que el hombre no dejaba de hacerse, aún a sabiendas de que jamás conocería la respuesta. No debía, por el bien de su familia.
Se fue del hogar de su niñez en cuanto pudo, sin mirar atrás, y haciendo oídos sordos a todos los intentos de contacto que llevaron a cabo sus progenitores, desesperados por ayudarle. Incluso había cambiado ya de identidad un par de veces para que no pudieran seguir su rastro, como también cambiaba de supermercado cada vez que una mujer que acudía regularmente a comprar a ese lugar concreto comenzaba a mostrar el menor atisbo de interés por él.
Su vida consistía en ir del pequeño apartamento en el que se encerraba durante el día al trabajo, y del trabajo al apartamento, con paradas un par de veces al mes para comprar lo que necesitaba. Había sido así desde que abandonó el hogar familiar. No se atrevía a pedir envíos a domicilio, puesto que sus ansias de asesinar aumentaban exponencialmente cuando no se encontraba en un lugar público.
Cuando quedó claro que ningún psiquiatra podría ayudarle, el hombre decidió tratar de comprenderse mejor a sí mismo. Si entendía lo que le pasaba, quizá pudiera poner remedio a su desesperada situación. Estudió a los asesinos en serie más famosos y sangrientos de la historia de su país, Estados Unidos, y también a los del viejo continente europeo. Quería saber qué les había movido a matar, por qué decidieron convertirse en depredadores de su propia especie, y cuándo cruzaron la línea que les llevó a arrebatar su primera vida. Asimiló sus historias, estudió el más nimio de los detalles, memorizó cada palabra, hasta el punto de que bien podría haberse dedicado a la criminología si así lo hubiera querido. Demonios, seguramente se habría convertido en uno de los mayores expertos en dicha materia de todo el estado de Nueva York.
Sin embargo, aquella minuciosa búsqueda acabó en nada, pues no le sirvió para tratar de comprender mejor qué le pasaba. Su caso era único, ya que era el caso de un asesino que nunca había matado a nadie.
Incluso ahora, sentado en un vagón de metro casi vacío, dirigiéndose a su puesto de trabajo, volvía a sentir la necesidad de matar. Su rostro estaba cubierto de sudor, su camisa empapada como si acabara de sacarla de la lavadora, y las manos le temblaban visiblemente.
A unos tres asientos más a la izquierda se encontraba una mujer joven, completamente distraída, toqueteando la pantalla de su móvil y escuchando música a través de unos cascos. Podría abalanzarse sobre ella, rodear con sus manos aquel delgado y frágil cuello, y apretar con fuerza. Ah, qué maravilloso sería observar ese rostro, los ojos reflejando un miedo terrible y una sorpresa escalofriante… Los dientes del hombre rechinaron mientras entrelazaba las manos. Sus dedos estaban tensos, agarrotados. Cerró los ojos, se concentró, respiró profundamente varias veces, tal y como le habían aconsejado los numerosos psiquiatras a los que había visitado, contó hasta diez y logró reprimir aquellas ansias homicidas como siempre había hecho.
Volvió a abrir los ojos. Frente a él se sentaba un anciano de corta barba canosa que parecía estar dormitando levemente, meciéndose al son del traqueteo del vagón. El viejo tenía un bastón, que había dejado descansar en los asientos vacíos situados a su derecha. El hombre pensó en levantarse rápidamente, coger aquel bastón y golpear con él al anciano en la cabeza. Golpearlo repetidas veces, con fuerza, salvaje y violentamente, sin que al viejo le diera siquiera tiempo a reaccionar. Golpear y golpear hasta que la sangre comenzara a salpicar. Seguir golpeando hasta que el cráneo de su víctima se astillara y quebrara como si estuviera hecho de cristal. Continuar golpeando mientras los sesos se desparramaban por el asiento y el suelo… De nuevo, el hombre apretó los dientes hasta hacerlos rechinar y entrelazó las manos. Sus dedos estaban tensos, agarrotados. Incluso sus labios se habían curvado ligeramente en una sonrisa desquiciada. Cerró los ojos, se concentró, respiró profundamente varias veces, tal y como le habían aconsejado los numerosos psiquiatras a los que había visitado, contó hasta diez y logró reprimir aquellas ansias homicidas como siempre había hecho. Estaba sudando a chorros, necesitaba salir de aquel vagón de metro cuanto antes. Tal vez en la siguiente parada. Recorrería el resto del trayecto a pie, aunque ello significara llegar tarde a su trabajo. Andando podría…
–¿Por qué no lo haces?
El hombre abrió los ojos, sobresaltado. El viejo estaba ahora sentado justo a su derecha, con las manos apoyadas sobre la empuñadura del bastón, y le miraba fijamente.
–Perdone, ¿a qué se refiere? –replicó el hombre, presa de una visible confusión.
–Me refiero a por qué no la matas. –El anciano señaló con un ademán de la cabeza a la muchacha que se sentaba a la izquierda de ambos, tres asientos más adelante–. Es la víctima perfecta. Está sentada, sola y apartada, no nos presta la menor atención, y tiene puestos unos auriculares con la música a todo volumen. Incluso puedo escucharla desde aquí. Por mi parte no tienes nada de lo que preocuparte. Me quedaré aquí, sentado y calladito, mientras la matas.
–¡¿Pero qué está diciendo?!
–No finjas sorpresa. Sé quién eres –aseguró el anciano con un tono cómplice–. Sé lo de tus ansias homicidas. Sé que siempre guardas un pequeño cuchillo en tu cazadora, por si surge la oportunidad de clavárselo a alguien en el cuello. Bien, adelante, es hora de que lo estrenes –invitó aquel viejo mientras extendía una mano en dirección a la muchacha, como si estuviera ofreciendo un suculento manjar a alguien que se estaba muriendo de hambre.
–No… No sé quién es usted. Yo… –El hombre se palpó el bolsillo interior de la cazadora en el que siempre llevaba guardado el cuchillo. La corta hoja era por completo de cerámica, hecha por encargo, y podía superar sin ninguna dificultad cualquier detector de metales. Desde su niñez, siempre había llevado un cuchillo o una navaja encima, y su primera intención había sido la de apuñalar a su padre en ambos ojos. Primero el izquierdo, y luego el derecho. Soñó con ello durante meses; pero como siempre, no llegó a hacerlo–. Yo… No puedo hacerlo –dijo finalmente mientras apartaba su mano del bolsillo.
–Pero lo necesitas desesperadamente. Forma parte de tu naturaleza. Eres un asesino –afirmó el viejo–. Y, sin embargo, siempre te frenas en el último momento.
–¿Quién es usted? –volvió a preguntar el hombre, tan extrañado como alarmado.
–¿Crees en el destino? –El viejo aguardó unos segundos para que el hombre respondiera, pero no lo hizo, así que siguió hablando–: Es igual. Se crea o no en el destino, la realidad es que todos tienen uno. El tuyo es matar a esa muchacha.
–¿Pero, por qué?
–¿Por qué el día sigue a la noche? ¿O por qué los gatos tienen cuatro patas? ¿Por qué? Porque así debe ser. –El anciano sonrió antes de seguir hablando. Era una sonrisa cálida, amable, despreocupada–. La vida es un teatro, chaval, y tú no estás representando bien tu papel. Bueno, pues eso se acaba, aquí y ahora. Debes cumplir con tu destino. Es tu obligación, lo ha sido siempre. No puedes luchar más contra ella. Esta noche matarás, porque así debe ser. Ya no puedes resistirlo por más tiempo.
–Sí, esta noche mataré –refrendó el hombre. Era algo que ahora sabía a ciencia más que cierta. Sus ansias por matar eran ya simplemente irrefrenables. Despacio, sin prisa, dirigió su mano hacia el bolsillo interior de la cazadora y asió la empuñadura de plástico del cuchillo–. Al fin voy a matar.
La perspectiva del inminente asesinato, con el que cumpliría el sueño que llevaba obsesionándole toda la vida, hizo que el temblor de sus manos remitiera hasta desaparecer en prácticamente un parpadeo. Se levantó del asiento, sacó el cuchillo y lo extrajo de su funda con un rápido movimiento. Miró a la muchacha, que permanecía ajena a todo lo que le rodeaba, con la vista fija en su móvil y los auriculares bien firmes en sus oídos. El hombre ya ni siquiera sudaba. Por primera vez en toda su existencia, sabía que al fin podía hacer aquello que siempre debió hacer. Y lo haría sin detenerse en el último momento. Una sonrisa de alivio se reflejó en sus labios, exhaló un suspiro de satisfacción, y entonces, al fin, mató.
Hundió la hoja en el cuello, hasta la empuñadura. La muchacha no lo vio venir, ni siquiera le dio tiempo a reaccionar, a gritar. Alzó la vista, y sus ojos, abiertos como platos, reflejaban un miedo terrible y una sorpresa escalofriante. Al hombre le pasaba justo lo contrario. Se encontraba tranquilo, sosegado, como jamás lo había estado en toda su existencia. Se limitó a deleitarse y saborear todos y cada uno de los breves segundos de aquel instante en el que al fin daba rienda suelta a sus instintos asesinos.
Con un rápido movimiento, seccionó la yugular. Sabía perfectamente cómo hacerlo, ya que lo había estudiado pormenorizadamente en el pasado. Lloró de felicidad mientras lo hacía, y la sangre, cálida y espesa, salió disparada del profundo tajo que había realizado con su cuchillo. Escuchó cómo el cuerpo se desplomaba en el suelo, vio cómo se formaba un charco de sangre bajo la cabeza. Se relamió, tocó aquel fluido vital con la punta de los dedos, se los llevó a los labios y los saboreó. Las pupilas gustativas de su lengua se estremecieron con aquel glorioso sabor, el cual ya inundaba su garganta. La sangre de una víctima era tan dulce y suculenta como siempre imaginó. Había esperado mucho; había esperado demasiado. Pero la espera, finalmente, mereció la pena. Luego, el hombre cerró los ojos, y, justo en aquel instante, el metro llegó a su parada.
Las puertas se abrieron. Una mujer mayor se dispuso a entrar en el vagón, pero se echó hacia atrás horrorizada en cuanto vio el cuerpo inerte y ensangrentado en el suelo. La muchacha, como si aquel fuera el interruptor que necesitaba para reaccionar, gritó, se levantó de su asiento y se alejó todo lo posible del cadáver del hombre al que había visto seccionarse la garganta como si aquello fuera lo más normal del mundo. El anciano se incorporó, ayudándose con su bastón, y observó el cuerpo del hombre con el que había hablado instantes antes.
–Bueno, has arrebatado una vida, aunque hayas preferido que fuera la tuya en lugar de la de la joven, así que supongo que al final has cumplido con tu destino como asesino. –Tras decir aquello, el viejo se dispuso a abandonar el vagón mientras tres personas llegaban desde el compartimiento adyacente, alertadas por los gritos de la muchacha–. Todos debemos cumplir con nuestro destino, por muy cruel que pueda llegar a ser –murmuró finalmente mientras se dirigía con paso lento hacia las escaleras de salida.