La crisis del individuo común en la nueva sociedad digital (1/2)

21 diciembre, 2018Pedro D. Verdugo

La Fuga de Logan es una novela de ciencia ficción distópica publicada en 1967 por William F. Nolan y George Clayton Johnson que presenta una sociedad futura donde tan solo son tolerados los menores de 21 años. Aquellos que superan esa edad son obligados a confinarse y sumirse en un estado de letargo del que jamás podrán escapar. Es un mundo solo apto para ejemplares perfectos, jóvenes y sanos, donde no tienen cabida los elementos defectuosos o con el desgaste de la edad a sus espaldas.

Esta premisa, que parecería una idea absurda a ojos del lector/espectador de hoy en día, podría no estar tan alejada de nuestra realidad actual. Tras el cambio de milenio el individuo común de una cierta edad (sobre todo, aquellas personas situadas actualmente en el rango entre los cuarenta y los setenta años) se ha visto obligado a enfrentarse a una serie de problemas nunca planteados con anterioridad. Las formas de relacionarse, de compartir la información y de disfrutar del tiempo libre han evolucionado con celeridad desde la aparición de internet y las redes sociales, y no todo el mundo ha logrado acostumbrarse a este nuevo modelo de sociedad altamente digitalizada.

Así, muchas de esas personas en plena madurez como animal social –y probablemente en el momento más activo de sus vidas profesionales- están predestinadas a caer, tarde o temprano, en la conocida como crisis de la mediana edad, enfrentados a un ecosistema interconectado, cambiante y caprichoso para el cual no han sido educados ni entrenados, en una crisis global que no entiende de géneros, orígenes, orientación política o situación económica.

En las siguientes secciones (6 puntos y una conclusión) trataremos de analizar cuáles podrían ser esos cambios que, para bien o para mal, parecen estar afectando en los últimos tiempos a ese individuo común, hombres y mujeres que no logran encontrar su lugar en la sociedad de inicios del siglo XXI. Descartamos del análisis, por un lado, a los niños, adolescentes y jóvenes menores de treinta años, puesto que los consideramos nativos digitales que viven con naturalidad toda esa exposición a las nuevas tecnologías y a los cambios sociales asociados a ellas, mientras que por otro lado las personas en la tercera edad pueden vivir dichos cambios con la distancia de aquel que no está obligado a hacerlos suyos, por lo que tampoco formarían parte del corpus estudiado en este ensayo.

  1. La llegada de una nueva generación de nativos digitales sobradamente preparados

Más o menos un par de décadas atrás se produjo el advenimiento profesional de una nueva generación, los conocidos como millennials o Generación Y, aquellos nacidos entre los años 80 y los 90 del siglo pasado que crecieron con todas las comodidades del primer mundo y que son especialistas en productos de consumo y ocio.

Estos primeros nativos digitales han ido sustituyendo, de manera sistemática y silenciosa, más o menos disimulada, más o menos tolerada, a personas perfectamente válidas pero que ya se encuentran en la edad madura. Esta situación bien podría ser el resultado natural de los habituales mecanismos evolutivos que se encargan de reemplazar cada generación activa con la siguiente, algo que siempre ha sucedido, pero preguntémonos: con las nuevas expectativas de vida y salud, ¿es este realmente un proceso similar a los anteriores? Si no es así, ¿alguna de esas diferencias podría ser consecuencia directa de la reciente revolución digital de la sociedad?

Sería lícito preguntarse en qué posición quedan ahora esas personas que nacieron en las décadas anteriores a los millennials. No olvidemos que este grupo de hombres y mujeres, hoy entre los 40 y la edad de la jubilación, fueron los responsables de la irrupción de Internet y de las redes sociales, y en su gran mayoría siguen siendo individuos plenamente funcionales desde el punto de vista profesional y social.

La cuestión es si la nueva sociedad digital puede permitirse el lujo de dejar que estas personas sean relegadas paulatinamente a un segundo plano, o si por el contrario se debería seguir contando con ellos de manera mucho más activa. Es decir, ¿tienen aún los mayores de 40 años algo que ofrecer a este mundo en continua evolución, o debemos asumir como natural e imparable la tendencia de apartarles de los niveles más avanzados del ocio, de los negocios y de la actualidad?

 

  1. La influencia de las redes sociales e internet

Es innegable que en las últimas dos décadas se han sucedido una serie de grandes cambios en las maneras de interaccionar de las personas de cualquier edad gracias a la telefonía móvil y a las redes sociales (RRSS). Según un informe de febrero del 2018 del Mobile Economy de GSMA, asociación organizadora del Mobile World Congress de Barcelona, el año 2017 hubo por primera vez más líneas móviles (7.8000 millones) que población mundial. Como consecuencia, parece bastante evidente que la mayoría de estas personas que poseen un móvil lo utilizan -de manera más o menos consciente- para informarse, relacionarse y jugar.

Sin embargo, la sensación es que entre grandes capas de la población adulta existe un desconocimiento y un temor casi atávico a la evolución de lo que se ha dado en llamar nuevas tecnologías. Muchas de estas personas no han llegado a entender aún que, en el fondo, las redes, los ordenadores, los teléfonos móviles y el resto de artefactos tecnológicos de última generación son sólo herramientas a las cuales damos buen o mal uso según nuestras necesidades e intenciones.

Internet NO ES el Armaggedon. La cuestión aquí es discernir si los delincuentes que usan internet o su cara oculta, la Deep Web, perpetrarían o no delitos similares si no se existiera la posibilidad del anonimato absoluto en la red de redes y sus bajos fondos. Apostamos por una respuesta afirmativa: Internet es solo un medio, no un fin, al igual que unas simples tijeras pueden ser útiles tanto para hacer un collage en el colegio como para cercenar la yugular de una persona. Debemos entender que Internet es una herramienta y somos sus usuarios los que decidimos cómo y para qué queremos usarla. Por desgracia hay que admitir que esa es la misma raza humana que nunca descansa cuando se trata de inventar nuevas formas de hacer el mal.

En definitiva, podría parecer que esta última revolución tecnológica nos ha cambiado profundamente, pero esto no es cierto: quien tenía malas intenciones las seguirá manteniendo, y aquellos que iban con un lirio en la mano lo seguirán sosteniendo con similar candidez.

  1. Las Fake News como realidad alternativa

Queramos o no, esta es una sociedad que nos obliga a estar en contacto con otras personas, pero ¿tenemos claro quiénes son nuestros amigos en realidad? ¿Confiamos en ellos? En general, todo el mundo necesita a alguien en quién apoyarse cuando vienen mal dadas. Pero también es muy posible que alguna vez nos hayamos sentido traicionados por una persona por la que hubiéramos puesto la mano en el fuego.

Ya sea por pura amistad, por candidez o por seguidismo, muchos de estos contactos nos suelen inducir a creer en las Fake News, las noticias falsas que corren por Internet y que muchos aceptan como reales solo porque cuadran con sus creencias, intereses u orientación política. ¿Quién puede considerarse libre de ellas? El acceso de cualquier usuario a las RRSS hace que los rumores y comentarios que antes quedaban circunscritos a la plaza del pueblo o a la barra de un bar se expandan, evolucionen y se transformen, como en una analogía moderna del juego del teléfono que nos divertía de niños. Y la vez, la gente ha desarrollado una capacidad especial para ofenderse por muy poco y reaccionar con violencia, amparada por la relativa seguridad y anonimato de las redes sociales.

Tuiteros, yotubers e instagrammers no suelen conseguir seguidores a base de colegueo, respeto y buenas maneras. Los usuarios son retroalimentados por el conflicto y la crítica. Cuanto más impactante sea el vídeo, el mensaje o la foto, o más polémica sea la noticia, más ruido se generará y más visionados y seguidores se obtendrán. En estos entornos se permite ser machista, racista y políticamente incorrecto, y adquiere poder la figura del hater, gente que siempre está en contra de todo y a la que molesta cualquier opinión que no se alinee con la concepción pura del mundo, la sociedad y la política que ellos tienen.

La posverdad se impone. Por más que pasen los años y las generaciones, los vicios más antiguos de nuestros antepasados se mantienen en plena forma: el chisme y la envidia, en pareja indivisible, excitando a las masas.

La pregunta, en definitiva, es si deberíamos limitar estas actitudes o promover de una vez y por todas una libertad de expresión absoluta y global, aún a sabiendas de que habrá situaciones que nos molestarán y nos harán daño como seres individuales.

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